En el bolsillo lateral de una chaqueta de lana ha aparecido un recorte de prensa de El Norte de Castilla con la clasificación final del Tour de Francia de 1936. La chaqueta la vestía uno de los 42 muertos cuyos cuerpos reposaban, extrañamente bien ordenados para tratarse de una represalia, en una inmensa fosa común de las varias que han encontrado en el cementerio de Valladolid. La aridez del suelo había conservado el papel como recién arrancado del periódico, que es como decir que lo más importante que ha quedado de aquel señor cuya identidad y andanzas ignoro es una afición momificada. La gente admira mucho a las personas que mueren por algo, pero yo admiro aún más a las que mueren con algo, y que con ese algo –una esperanza, un sueño, un entretenimiento, una capacidad, un asombro– saben estar vivos hasta el último segundo. No sé cómo serían las horas postreras de este hombre, pero quiero imaginármelo evadiéndose de la agorera pestilencia del calabozo o del traqueteo insolente de la camioneta llena de soldados y fusiles, aquella noche, mediante la lectura de esos nombres –Sylvère Maes (campeón), Antonin Magne (segundo), Félicien Vervaecke (tercero)...–, volando tras ellos a rebufo de sus cuerpos, con solo pensarlo, por los paisajes más hermosos del mundo, y negándole así a la muerte el placer de su angustia y la rapiña de sus últimos pensamientos. Al belga Sylvère Maes, que precisamente mañana habría cumplido 108 años –y que no solo ganó el Tour el año en que empezó la Guerra Civil, sino también aquel en el que terminó–, le habría gustado saber que aquellas carreras heroicas tuvieron, además, otros triunfadores y otros derrotados. Yo, cuando me maten, quiero llevar en el bolsillo un libro o un dibujo, o un billete de tren; la lista de la compra, un recorte de El Correo. Algo que les diga al miedo y la muerte qué cosas no pudieron robarme.