Jorge Martínez Reverte es un provocador. Eso lo saben muy bien quienes le conocen en la textura carnal de su persona o en la turgente realidad de sus libros, ya sean de ficción o de crónica de la realidad, de ayer o de hoy. Valiente fue cuando abrió la saga de Julio Gálvez con una primera novela, publicada en 1979, que indagaba un escándalo financiero del tardofranquismo de 1973, valiente cuando contracorriente sacaba pecho constitucional frente a los asesinos de ETA, valiente cuando se puso a recontar la Historia, y no cualquiera, sino aquella que Gil de Biedma aseguraba que era la más triste porque termina mal, la de España, la de la Guerra Civil y la derrota de la República que nos hubiera ahorrado cuarenta años de dictadura, de atraso, de vergüenza. Valiente en opiniones, acciones y confesiones. Un kamikaze de la palabra, en suma.
Es un sastrecillo valiente pero también es un hiperactivo. Como dice una enseñante, hoy concejala de Mairena del Aljarafe, a Jorge lo pilla hoy un claustro escolar y lo medica de puro síntoma de Asperger, porque no para quieto y haría estallar cualquier molde de la psicología evolutiva. Ha escrito tanto y de tanto que precisamente esa pasión, ese deseo irrefrenable de contar, es lo que le mantiene vivo y currante después del ictus devastador que sufrió en septiembre del año pasado. Ser periodista, y lo pensaba también de otro fenómeno natural (tiembla ciclogénesis) que es Maruja Torres, es una actitud, una curiosidad inagotable y una pulsión por narrarlo todo: desde la caída de Barcelona, la del 39 me refiero, a la huelga asturiana del 62, a la propia y personal experiencia con una enfermedad que lo arrasó entero: a todo menos a su cabeza y a su sentido del humor, bendito sea.
Mi batalla contra el ictus, que es como se subtitula, es la crónica de una contienda que al autor no le da la gana dar por perdida. Y no es solo eso, que ya es mucho: es el relato de quien con kilómetros de ingenio, y muchísima gracia, tiene la facultad de contar algo tan personal, íntimo y hasta desolador sin dejar de mirar a los demás. Desde los vagabundos que lo vieron desplomarse, a las maneras del personal sanitario, alguno cruelmente tratado como parece merecer, hasta los amigos, alguno más que notable y muchos conocidos, sus admirables mujer Mercedes y su hijo Mario, o esa tropa de hermanos y cuñados, entre ellos otro escritor que le sirve de prologuista Javier Reverte, un hermano, hermano, o sea de los que uno quiere tanto que se pelea con soltura. ¿Puede ser divertido el relato de una enfermedad que obliga a aprender a respirar, a tragar, a hablar, a mirar, a andar? Pues sí. Cierra la lectora la última página y se siente eufórica a no ser que sea nacionalista, que ni seriamente impedido olvida Martínez sus pérfidas obsesiones.
Ahora bien, si el autor supiera que Inútilmente guapo (los que quieran saber a qué ese título pasen por caja, please) está colocado junto a los libros de autoayuda en una famosa cadena de librerías, ardería de ira. Para que sirva de advertencia: si está usted pacíficamente hojeando, por ejemplo, los últimos poemas de Braulio Ortiz, y aparece un guapísimo señor, cano, de ojos azules, armado de una silla, farfullando en arameo y dando mandobles con un bastón de aluminio, es él. La penúltima batalla de este Quijote al que es imposible no amar. Cuando lo lean, me dicen.