Tengo una simpatía especial por los taxistas. Y por los conductores de estos servicios de taxi que ya no se llaman taxi y que acordamos conductor y usuario a través de una aplicación del teléfono móvil. Me gustan los taxistas porque saben pegar la hebra y hablar de cualquier cosa con la profesionalidad de quien vive al volante y sabe más por viejo que por chófer, incluso cuando no ha cumplido la treintena. Fue uno de esos jóvenes que llevan el taxi por turnos el que me reveló sus viajes de esquí a Sierra Nevada, subvencionado por una Junta de Andalucía especialmente generosa, con el dinero de todos, a beneficio del deporte y la juerga de invierno. Fue otro de esos jóvenes el que se arrancó a despotricar de su anterior pasajera, <>, la describió, para pasar a presumir de haber votado a VOX en las Andaluzas hasta que... me reconoció que en realidad no había votado a VOX porque la noche anterior a las elecciones tuvo una juerga y durmió hasta tarde pero que, vamos, él va a votar a VOX en las siguientes sí o sí.

Como todos, he subido en taxis y coches oscuros que estaban limpios, impecables, cómodos y sin ambientador (fundamental para que el cliente viaje confortablemente). Como todos, he subido en taxis y coches oscuros que estaban sucios, olían mal y trataban de disimular la hediondez con un ambientador repugnante. Como todos me he topado con taxistas y con chóferes encantados y desencantados, cansados de tantas horas al volante y listos para echarse sobre los lomos otras tantas. Como todos he viajado en taxis decorados con banderas de otros tiempos, con rosarios, con pegatinas que declaran el amor al Lago de Sanabria, con música atronadora (que el profesional del volante no se dignó a apagar o a bajar el volumen) y con la oferta de escuchar cualquier cadena de radio. Y me he sentido encantado de ofrecer una propina y de marcharme sin darla. La pena, digo, es que se jueguen a golpes y barricadas su buena o mala reputación.