Taxistas que doblegan políticos y pierden clientes

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Juan Luis Pavón juanluispavon1
02 ago 2018 / 21:25 h - Actualizado: 02 ago 2018 / 21:26 h.

Hablemos de la España de los taxis 2018. Tan anacrónica como si alguien reivindicara hoy en día que se decretara mediante ordenanza municipal el uso de máquinas de escribir y del correo postal, y se pusieran límites al manejo de ordenadores y a la comunicación por email. Lamento que haya personas cuyo porvenir lo han fiado a pagar 150.000 euros por una licencia de taxi. Pidiendo para ello un préstamo y pensando que, ‘como toda la vida’, la van a amortizar primero y rentabilizar después por el mero hecho de tener una concesión municipal en un sector regulado de ‘numerus clausus’. Donde, cuando llegan las vacas flacas, se presiona a los políticos para restringir el número de licencias y preservar la plusvalía.

Me temo que muchos recién llegados al sector no se han preguntado, por exceso de confianza, antes de hacer esa inversión, cuál es el presente y el futuro de la movilidad, del tráfico y del transporte. Sin darse cuenta, en su buena fe, que ninguna actividad profesional es viable en pleno siglo XXI si no se ha transformado dentro y fuera de internet para atender a la nueva sociedad y para convivir con otros competidores.

Lo digo a portagayola para espantar maniqueísmos: mi abuelo materno sacó adelante a la familia como taxista durante más de un cuarto de siglo. Al volante pudo ganarse la vida tras ser represaliado por el franquismo, que le desposeyó de su empleo como policía. Y mi padre, obrero metalúrgico, hacía horas extras por las tardes con dicho taxi, en aquella España de los años setenta donde era tan usual el pluriempleo para consolidar el bienestar de los hijos y darles carrera universitaria. Por mis apresurados quehaceres informativos, con la presión diaria del cierre horario para el envío del periódico a rotativas, durante décadas fui con asiduidad cliente de los taxis para mis idas y venidas por Sevilla. Y hasta la fecha nunca me he montado en un vehículo gestionado por empresas como Cabify.

El peso biográfico no puede obnubilar la contemplación y análisis de las impresentables muestras de corporativismo reaccionario y chantajista que se perpetran por parte de algunos grupos de taxistas, que influyen en sus colegas para ir en dirección contraria a la vía por la que todos vamos a desplazarnos: la movilidad eléctrica, compartida y conectada (coches ‘inteligentes’ incluidos), que se gestiona y se paga desde el teléfono móvil.

Es pan para hoy y hambre para mañana la estrategia de la coacción que esgrimen algunos taxistas para hacer ver al resto de colegas, respetables y no violentos, que así blindan mejor su obsoleto modelo de gestión, y que así se ponen ante la opinión pública la etiqueta de víctimas del sistema. Les sirve a los taxistas para ganarle el pulso a los políticos con responsabilidad de gobierno nacional, autonómico o local, que, por medrosos, hacen dejación del principio de autoridad y de los criterios de negociación que sí aplican a los demás gremios en cualquier conflicto de intereses. Pero a los taxistas les conduce a perder más rápido a segmentos de la sociedad que son importante clientela de presente y de futuro: empresarios, directivos, profesionales y jóvenes.

Todos los fabricantes y concesionarios de coches están evolucionando para adaptarse a un cambio histórico: los vehículos van a tener más valor como servicio que como producto. Algo sabe de coches la empresa Daimler, fabricante de Mercedes-Benz. Es el propietario de MyTaxi, la plataforma con la que operan 8.000 taxistas en Madrid, Barcelona, Valencia y Sevilla. Y ha invertido muchos millones en otras plataformas establecidas a lo largo y ancho de Europa. El presente y el futuro de los taxistas sí tiene muchas oportunidades vinculados a esos sistemas. La gestión digital de los datos que aporta su discurrir diario, y su intermediación con los pasajeros, es un carril expedito para innovar y para generar ingresos. Para eso tendrían que convocar sus asociaciones las asambleas, y no para bloquear las principales avenidas de las capitales. Las calles no son de quienes más las alteran. Ni siquiera en Cataluña.