El primer impulso era devolver la supuesta afrenta. ¡Los andaluces hablamos como nos da la gana! Pero no era esa la cuestión. Ni mucho menos. El señor obispo de Salamanca tenía más razón que un santo aunque también podría haberlo explicado mejor. El lance recuerda aquel cuento infantil –el traje del emperador– en el que sólo una voz infantil osó señalar al monarca burlado su auténtica desnudez. La advertencia del prelado charro y su junta de cofradías es también un aviso de navegantes para esa Semana Santa estandarizada que se está dejando seducir por el peor trampantojo de la fiesta mayor de Sevilla. Carlos Colón lo advertía ayer en una columna para enmarcar: ni siquiera la ciudad está a salvo de sí misma. El que firma este mismo recuadro lo ha vivido 138 kilómetros río arriba: ese lenguaje impostado y prestado que se estila delante y bajo los pasos sólo es una fotocopia borrosa de los aspectos más accesorios de la celebración. Pero el asunto cobra una dimensión disparatada cuando el trasvase se hace del Guadalquivir al Tormes. La conclusión es clara: la pérdida de personalidad de tantas y tantas Semanas Santas conduce a una empobrecedora globalización. La búsqueda de la identidad propia –en muchas ocasiones se quedó por el camino por los estragos de la Guerra Civil y las malas interpretaciones del concilio– sería la asignatura pendiente. Ojo: en Sevilla también se puede aprender esa lección. ~