Dicen los que dicen que saben de cine que el mejor final de una película de Woody Allen es el de La última noche de Boris Grushenko, donde el pusilánime protagonista –no en vano, el propio Allen– se aleja por esos campos de la Madre Rusia bailando con la Muerte. Personalmente, me gusta más el de Delitos y faltas, que también es otro baile, aunque más dulce y más amargo a la vez que el de aquella comedia primeriza en la que el tipo de las gafas de pasta se conformaba con ser su propia caricatura. Y sin embargo, es posible que tengan razón los críticos, porque la danza del pobre Boris a los sones de Prokofiev tiene ese irreverente puntito de burla que tan bien sienta a nuestros temores ante lo inevitable; ese ¿y qué? que habría que decir más. ¿Que me voy a morir? Bueno, ¿y qué? Esta pregunta es pura filosofía cuánticay encierra la rebelión pendiente de la humanidad. La misma humanidad melindrosa e hipócrita que ahora hace pucheros pensando en que ese peligro público llamado Donald Trump (que no se pronuncia Tramp, por cierto, si sirviera de algo decirlo) va a ganar las elecciones del martes que viene y se va a convertir así en el nuevo presidente de los Estados Unidos de América. Para ser la personificación del fin del mundo, yo habría elegido otro peinado, la verdad, pero por lo demás el sujeto es también su propia caricatura. Y mucho me temo que él sí que no va a conformarse con eso. De modo que habría que ir pensando en un final de película para este mundo que definitivamente se va al carajo; en una musiquita chula para ir bailoteando hasta que en vez de The End aparezca en la pantalla ¿Y qué?, el epitafio que se merece esta historia.