Hay que tener la cara dura. Qué poca vergüenza, qué bribón hay que ser para ponerse hasta la corcha celebrando un bautizo y escaparse sin pagar por el procedimiento de ponerse todos en fila y empezar a bailar la conga. Lo lamento sinceramente por el sector hostelero del Bierzo, en León, donde se produjo el simpa multitudinario, pero a mí la noticia me ha hecho mucha gracia, no lo he podido evitar. Es un delito, naturalmente, pero hay robos y robos. Cómo va a ser lo mismo robarle la paga a un anciano, por ejemplo, que largarse del restaurante después del tocino de cielo cantando y haciendo el trenecito.
Imaginen la escena y no me digan que no es para troncharse. Me pareció que hasta los camareros que relataban el suceso en televisión –«nosotros los vimos ponerse en pie a todos, formar el trenecito y salir bailando, pero cómo nos íbamos a imaginar que se iban a escapar»– contenían una media sonrisa... Supongo que nuestra tradición cultural nos hace bastante condescendientes con la picaresca de estos comportamientos, porque la mayoría de la gente se ríe de ellos en vez de condenarlos, como sería de desear («haciendo la conga, qué arte»).
Pero no crean que esto de regodearse ante el ingenio de granujas y estafadores de diversa estofa es solamente cosa nuestra. No hay más que ver el éxito mundial que tienen las películas que tratan de grandes robos y estafas, en las que siempre, invariablemente, los simpáticos son los ladrones. En el siglo pasado vivió un tipo, Víctor Lustig, que se hizo famoso nada más y nada menos que por vender la Torre Eiffel como chatarra. Ya antes se había forrado con una máquina de fabricar billetes, pero lo de la torre fue una auténtica pasada.
Ahora nos parece un disparate, pero téngase en cuenta que la torre fue construida con una finalidad efímera para la exposición de 1889 y que pasados unos años se fue deteriorando y se encontraba en bastante mal estado. En torno a 1925 los periódicos franceses daban cuenta de las dificultades de la municipalidad de París para el mantenimiento de la Torre Eiffel, oxidada y desvencijada. Eso fue lo que le dio a Lustig la idea: falsificó documentación que lo acreditaba como responsable del gobierno para negociar con empresarios de la chatarra la venta y desmantelamiento del monumento. Hizo tan bien su trabajo que se embolsó un suculento botín y huyó sin ser atrapado por la policía. Como los de la conga pero sin música.
La Policía de León trata ahora de determinar si se enfrentan a una broma pesada o a una estafa orquestada con premeditación, porque a unos veinte kilómetros de este bautizo, en un establecimiento de Ponferrada, se celebró una boda el mes pasado y los invitados también se largaron dejando una roncha de entre diez y doce mil euros, alegando que la comida no había estado a la altura de lo que contrataron. Estos por lo menos alegaron algo y no salieron cantando... pero de lo que se trata es de saber si anda por ahí una banda de tragaldabas organizada a la perfección para ponerse como el quico en los restaurantes y escurrir el bulto al ritmo de la canción que toque. De ser así, la nueva modalidad delictiva tiene su conque y no se puede negar que son ladrones que disfrutan con su trabajo.
Me produce espanto y no termino de creérmelo, pero he leído que tras la batalla de Waterloo un ejército de saqueadores se dedicó a arrancarles los dientes a los muertos en el campo de batalla, porque en aquella época eran muy demandadas las prótesis de dientes naturales (de muertos, puaj) frente a las que se fabricaban con marfil. Los dentistas pagaban esos dientes a precio de oro para contentar a sus pacientes, así que aquel robo macabro era un negocio redondo. Hay que tener poca vergüenza para escaquearse al ritmo de la conga, pero eso de robar a los muertos ¡hasta los dientes! es de una falta de conciencia brutal. Quienes están ahora pidiendo la reducción del impuesto de sucesiones aseguran que se trata de un robo a los difuntos. Ladrones por aquí, chorizos por allá... y todo el mundo ¡conga!