Trump contra el mundo, año cero

Enmascarado detrás de su extraordinaria capacidad para generar ruido populista, Trump trabaja para agitar el tablero de juego e imponer un nuevo escenario global, distinto al que ha existido desde la Segunda Guerra Mundial y la caída de la URSS

h - Actualizado: 05 ene 2018 / 22:49 h.

Donald Trump, el 45º presidente de los Estados Unidos de América, ha dedicado su primer año de mandato a deshacer de manera furibunda el trabajo y las formas de hacer política de su inmediato antecesor, introduciendo cambios que a buen seguro tendrán profundas consecuencias en los años venideros.

Su manera de actuar desde la Casa Blanca es, ante todo, una herramienta para obtener logros en el terreno personal y político. En esa lógica, Trump ha venido para cambiar el rol y la utilidad de la presidencia pero al hacerlo está transformando el papel de EEUU en el mundo, quizá de manera irreversible.

Las presidencias norteamericanas de todo signo se han caracterizado, por encima de todo, por sostener el statu quo internacional de un orden mundial que situaba a Estados Unidos como árbitro y parte interesada en la definición del orden económico mundial y de la agenda internacional. Enmascarado detrás de su extraordinaria capacidad para generar ruido populista, Trump trabaja para agitar el tablero de juego e imponer un nuevo escenario global, distinto del que fundamentalmente ha existido desde la Segunda Guerra Mundial y la caída de la Unión Soviética.

En este nuevo Orden Mundial, la cooperación internacional y el multilateralismo no tienen cabida, cada estado, cada región del planeta, tendrá que abordar en solitario sus problemas. Esta lógica nacionalista está profundamente arraigada en su ideario xenófobo y racista, y acompañada de su discurso incendiario, ha incrementado en pocos meses la inestabilidad mundial y estimulado la escalada militarista. Con las alianzas y estructuras globales en un estado debilitado, la posibilidad de conflagraciones y escaladas violentas es simplemente mayor.

Son muchos los ejemplos que en este terreno podrían citarse: el aumento de las tensiones nucleares con Corea del Norte, el conflicto en curso en Siria, la intromisión electoral de Rusia en el año 2016 y el terrorismo se encuentran entre algunas de las principales incógnitas que podrían conducir a un conflicto. El presidente es propenso a comportamientos erráticos e iracundos que podrían llevar a sorpresas como la muerte del acuerdo nuclear con Irán, un movimiento al que se oponen Rusia y varios aliados estadounidenses que lo firmaron porque dicen que aumenta la seguridad global evitando que el régimen autoritario obtenga un arma nuclear. En última instancia, la presidencia de Trump es el epítome del matrimonio entre la industria militar y la política exterior norteamericana: de cara al próximo año, Trump pretende reducir en un 30% el presupuesto del Departamento de Estado y aumentar en 80.000 millones los gastos del sector militar.

Otra consecuencia directa de su proyecto aislacionista es la alteración de los flujos comerciales y económicos de las últimas décadas, desde un enfoque proteccionista en las antípodas de un mundo globalizado.

De hecho, desde su llegada a la Casa Blanca, Trump ha calificado de «injustos» los acuerdos firmados por sus predecesores, incluido el Tratado de Libre Comercio de América del Norte con México y Canadá. Asimismo, decidió abandonar por completo la Alianza Transpacífica, que pretendía convertirse en la mayor área de libre comercio del mundo. Trump pareciera querer azuzar una guerra comercial, de la que difícilmente pueda salir como ganador. Estados Unidos exporta a países como China o México, pero también a Alemania, a cuyas empresas amenazó con la imposición de aranceles que sólo contribuirán a incrementar su déficit comercial. La política económica de Trump es también descabellada en el ámbito doméstico, debido a que conlleva un mayor gasto gubernamental y disminuye impuestos a grandes empresas, provocando un mayor déficit financiero.

La tercera consecuencia fundamental es la ruptura del multilateralismo en una ofensiva que lleva camino de suscitar cambios en las relaciones internacionales hasta el punto de propiciar un nuevo orden mundial más parecido al escenario previo a la Gran Guerra.

La reciente votación en la Asamblea General de la ONU en rechazo a la decisión estadounidense de trasladar su embajada en Israel a Jerusalén, fue una muestra del tipo de diplomacia a la que aspira Washington. Se trata sin duda de una gran victoria para la derecha nacionalista israelí y su mensaje de que ninguna negociación puede poner en peligro los frutos de la guerra de 1967 y décadas de colonización de los territorios palestinos. Sálvese quien pueda.

Otro ejemplo nefasto es el grave retroceso de relaciones con Cuba mediante una serie de medidas que implican un recrudecimiento del bloqueo y de la prohibición de viajar a Cuba de los estadounidenses. Medidas que a buen seguro dañarán a la economía cubana y a sus sectores estatal y no estatal, pero también dañarán los intereses norteamericanos.

Pero la ofensiva de Trump contra el multilateralismo es mucho más amplia: ordenó la retirada del acuerdo del Clima de París, puso nuevas condiciones a los aliados de la OTAN y a los socios asiáticos y sigue hostigando financieramente a la ONU. Desde el minuto cero de su presidencia Trump ha preconizado en política internacional una estrategia basada en acuerdos bilaterales que le permitan imponer, por encima de todo, los intereses de la primera potencia. En la práctica, esta estrategia representa renunciar al papel de EEUU, en tantas ocasiones autoatribuido, como abanderado de los valores democráticos.

Está por ver la capacidad de resistencia de una figura tan controvertida e iconoclasta como la de Trump. Ningún otro presidente habría podido resistir la avalancha de escándalos que le acompañan, desde las múltiples pruebas de su misoginia y desprecio por las mujeres, hasta investigaciones sobre si las condiciones en las que concurrió a las elecciones fueron substancialmente alteradas en connivencia con potencias extranjeras. Desde su apoyo nada disimulado al supremacismo blanco norteamericano a su discurso abiertamente xenófobo contra musulmanes o latinos.

Poco parecen preocuparle las estadísticas que le sitúan como el presidente con peor aprobación de su primer año de mandato en la historia reciente de Estados Unidos. No es razonable pensar que su estrategia de tierra quemada, diseñada para satisfacer exclusivamente a la base blanca y conservadora que lo llevó a la presidencia, contemple la más remota posibilidad de una reelección, o pondere los intereses del Partido Republicano. Trump ha venido para sacudir, quien sabe si de manera perdurable, la política y la economía norteamericana, y por tanto del mundo, guiado exclusivamente por su instinto de macho alfa de los negocios.

El 2018 será un nuevo reto para Trump con las elecciones legislativas en el horizonte. La nueva cita con las urnas podría ser un medidor más exacto sobre los resultados de sus políticas y el estilo sin precedentes de su administración.

Donald Trump, el 45º presidente de los Estados Unidos de América, ha dedicado su primer año de mandato a deshacer de manera furibunda el trabajo y las formas de hacer política de su inmediato antecesor, introduciendo cambios que a buen seguro tendrán profundas consecuencias en los años venideros.

Su manera de actuar desde la Casa Blanca es, ante todo, una herramienta para obtener logros en el terreno personal y político. En esa lógica, Trump ha venido para cambiar el rol y la utilidad de la presidencia pero al hacerlo está transformando el papel de EEUU en el mundo, quizá de manera irreversible.

Las presidencias norteamericanas de todo signo se han caracterizado, por encima de todo, por sostener el statu quo internacional de un orden mundial que situaba a Estados Unidos como árbitro y parte interesada en la definición del orden económico mundial y de la agenda internacional. Enmascarado detrás de su extraordinaria capacidad para generar ruido populista, Trump trabaja para agitar el tablero de juego e imponer un nuevo escenario global, distinto del que fundamentalmente ha existido desde la Segunda Guerra Mundial y la caída de la Unión Soviética.

En este nuevo Orden Mundial, la cooperación internacional y el multilateralismo no tienen cabida, cada estado, cada región del planeta, tendrá que abordar en solitario sus problemas. Esta lógica nacionalista está profundamente arraigada en su ideario xenófobo y racista, y acompañada de su discurso incendiario, ha incrementado en pocos meses la inestabilidad mundial y estimulado la escalada militarista. Con las alianzas y estructuras globales en un estado debilitado, la posibilidad de conflagraciones y escaladas violentas es simplemente mayor.

Son muchos los ejemplos que en este terreno podrían citarse: el aumento de las tensiones nucleares con Corea del Norte, el conflicto en curso en Siria, la intromisión electoral de Rusia en el año 2016 y el terrorismo se encuentran entre algunas de las principales incógnitas que podrían conducir a un conflicto. El presidente es propenso a comportamientos erráticos e iracundos que podrían llevar a sorpresas como la muerte del acuerdo nuclear con Irán, un movimiento al que se oponen Rusia y varios aliados estadounidenses que lo firmaron porque dicen que aumenta la seguridad global evitando que el régimen autoritario obtenga un arma nuclear. En última instancia, la presidencia de Trump es el epítome del matrimonio entre la industria militar y la política exterior norteamericana: de cara al próximo año, Trump pretende reducir en un 30% el presupuesto del Departamento de Estado y aumentar en 80.000 millones los gastos del sector militar.

Otra consecuencia directa de su proyecto aislacionista es la alteración de los flujos comerciales y económicos de las últimas décadas, desde un enfoque proteccionista en las antípodas de un mundo globalizado.

De hecho, desde su llegada a la Casa Blanca, Trump ha calificado de «injustos» los acuerdos firmados por sus predecesores, incluido el Tratado de Libre Comercio de América del Norte con México y Canadá. Asimismo, decidió abandonar por completo la Alianza Transpacífica, que pretendía convertirse en la mayor área de libre comercio del mundo. Trump pareciera querer azuzar una guerra comercial, de la que difícilmente pueda salir como ganador. Estados Unidos exporta a países como China o México, pero también a Alemania, a cuyas empresas amenazó con la imposición de aranceles que sólo contribuirán a incrementar su déficit comercial. La política económica de Trump es también descabellada en el ámbito doméstico, debido a que conlleva un mayor gasto gubernamental y disminuye impuestos a grandes empresas, provocando un mayor déficit financiero.

La tercera consecuencia fundamental es la ruptura del multilateralismo en una ofensiva que lleva camino de suscitar cambios en las relaciones internacionales hasta el punto de propiciar un nuevo orden mundial más parecido al escenario previo a la Gran Guerra.

La reciente votación en la Asamblea General de la ONU en rechazo a la decisión estadounidense de trasladar su embajada en Israel a Jerusalén, fue una muestra del tipo de diplomacia a la que aspira Washington. Se trata sin duda de una gran victoria para la derecha nacionalista israelí y su mensaje de que ninguna negociación puede poner en peligro los frutos de la guerra de 1967 y décadas de colonización de los territorios palestinos. Sálvese quien pueda.

Otro ejemplo nefasto es el grave retroceso de relaciones con Cuba mediante una serie de medidas que implican un recrudecimiento del bloqueo y de la prohibición de viajar a Cuba de los estadounidenses. Medidas que a buen seguro dañarán a la economía cubana y a sus sectores estatal y no estatal, pero también dañarán los intereses norteamericanos.

Pero la ofensiva de Trump contra el multilateralismo es mucho más amplia: ordenó la retirada del acuerdo del Clima de París, puso nuevas condiciones a los aliados de la OTAN y a los socios asiáticos y sigue hostigando financieramente a la ONU. Desde el minuto cero de su presidencia Trump ha preconizado en política internacional una estrategia basada en acuerdos bilaterales que le permitan imponer, por encima de todo, los intereses de la primera potencia. En la práctica, esta estrategia representa renunciar al papel de EEUU, en tantas ocasiones autoatribuido, como abanderado de los valores democráticos.

Está por ver la capacidad de resistencia de una figura tan controvertida e iconoclasta como la de Trump. Ningún otro presidente habría podido resistir la avalancha de escándalos que le acompañan, desde las múltiples pruebas de su misoginia y desprecio por las mujeres, hasta investigaciones sobre si las condiciones en las que concurrió a las elecciones fueron substancialmente alteradas en connivencia con potencias extranjeras. Desde su apoyo nada disimulado al supremacismo blanco norteamericano a su discurso abiertamente xenófobo contra musulmanes o latinos.

Poco parecen preocuparle las estadísticas que le sitúan como el presidente con peor aprobación de su primer año de mandato en la historia reciente de Estados Unidos. No es razonable pensar que su estrategia de tierra quemada, diseñada para satisfacer exclusivamente a la base blanca y conservadora que lo llevó a la presidencia, contemple la más remota posibilidad de una reelección, o pondere los intereses del Partido Republicano. Trump ha venido para sacudir, quien sabe si de manera perdurable, la política y la economía norteamericana, y por tanto del mundo, guiado exclusivamente por su instinto de macho alfa de los negocios.

El 2018 será un nuevo reto para Trump con las elecciones legislativas en el horizonte. La nueva cita con las urnas podría ser un medidor más exacto sobre los resultados de sus políticas y el estilo sin precedentes de su administración