Pocas cosas hay más grandes que el Betis. Era todavía un niño cuando escuchaba los partidos por la radio y me emocionaba cada vez que Juan Tribuna nos contaba el brillo que desprendía el balón por las luces del campo cuando, de noche y por el efecto que llevaba la pelota, Rogelio tiraba una falta con su prodigiosa pierna izquierda de caoba. Ni Lorca hubiera narrado mejor aquella magia en una de sus célebres viñetas. Pero el Betis, que fue el centro de mi vida durante años, llegó a aburrirme como esa amante a la que le cuesta sacar el cariño del corazón y solo manifiesta frialdad. Vendieron a Gordillo, que era mi ídolo, y mandé al Betis a paseo, a pesar de lo feliz que me hizo cuando Cardeñosa repartía el juego como Jesús los panes y los peces, pura magia, y el jerezano Benítez quebraba cinturas por bulerías corriendo por la banda izquierda. Lo que era un amor apasionado, que casi rozaba la locura, se convirtió en indiferencia. ¡A freír espárragos! Pero hay amores que marcan y que no abandonan jamás las habitaciones del corazón. Estos días tengo un cosquilleo verde y blanco.