Llevo septiembre cosido a la falda de mi madre las mañanas en las que, por estas fechas, me abandonaba en un jardín de infancia, una terminología mucho más bella y mucho más cierta que guardería o infantil y, por supuesto, que nursery school. Guardo ráfagas, un nudo en el estómago, la rebeldía a que me arrancaran de la protección en la que se había desenvuelto nuestro lánguido verano, la amenaza de una construcción que se me antojaba enorme, desproporcionada a mi tamaño, ajena a mis sueños de ángel, la garra de una profesora que me tomaba del babi, mis manos prendidas al halda de mi madre, el lloro histérico, algo fingido, con el que pretendía remover su corazón para que me permitiera entrar de nuevo en el SEAT ocho y medio, con sus faros redondos de amable mirada, su matrícula en palotes anchos que interpretaba como una boca sonriente. La mirada locuaz de la niñez puede regalar a los automóviles un alma racional, rasgos de persona, sentimientos de amistad si es que te lleva de regreso a la paridera. Como para cientos de miles de niños y niñas, el comienzo del colegio fue una traición que conllevaba la condena de los madrugones, el frío, los retretes en hilera, el plato de puré como contrario en una conversación tediosa junto a una niña fea y llena de mocos. También un patio que convertía en medio realidad el cartelón de la fachada, Jardín de infancia Santa Elena, y doña Felisa, la directora, y una cocinera que me hacía carantoñas y a la que quise a pesar de ser responsable de la repugnante papilla de verduras con pollo o pescado.

Los niños de 2018 también caminan asustadizos hacia el lugar desconocido o casi olvidado –largo es el verano durante el manso remolonear– del primer colegio.