Posiblemente existan en nuestra ciudad hoy mismo bastantes lugares donde a la fotografía se le continúa rindiendo una especie de culto profano (también religioso), de manera que esta pueda hablarnos en los diferentes lenguajes en los que se expresa, de todo aquello que tiene interés para los autores y para todos los que quieren compartirlas de forma definitiva o si quiera transitoria durante el tiempo que permanecen en la muestra. De todos ellos: museos, cafeterías, librerías, instituciones –y vayan por delante desde aquí mis disculpas a los profesionales y aficionados para los que la fotografía es un arte, un medio de expresión y emoción, un vínculo que selecciona la mirada, la condiciona y la dirige– porque para esta ocasión selecciono tan sólo a tres nombres, que son grandes ya para nuestra ciudad de elección u origen, como son: Gonzalo Puch, Javier Andrada y Aurora Gilabert.
Parafraseando a Antonioni, la fotografía no sería sino aquel acto de retener la eternidad en un instante, pero hay mucho más en una imagen fija que va más allá de la que está en movimiento porque esta dispersa precisamente la elección de ese fragmento concreto de tiempo y lugar. De ese modo hay un abismo en las tres formas que ellos han elegido para «representarnos el mundo» que también es la foto. Nada más lejos los conceptos de cada uno.
Andrada, con sus edénicas visiones de Floreana, la isla más pequeña de las Galápagos, nos introduce en un paisaje que nos parece remoto, como de los tiempos de Stevenson, Kipling, Darwin, Humboldt, Malaspina, Celestino Mutis, Daniel Defoe, Julio Verne,... Cielos, mares, comunidades indígenas, flora y fauna autóctona, la tierra, la llamada de lo virgen o salvaje, de lo telúrico, lo ancestral que fuimos, de la antropología, el documentalismo, los rituales de la vida cotidiana en una pequeña comunidad del Pacífico. Su Playa Negra es un homenaje a todos ellos y por encima de todo a la Naturaleza, ese imponderable hecho de orografía, vientos, lluvias, tormentas, volcanes, que él mismo llama «las fuerzas de la tierra» y de esa rara (para nosotros) y fascinadora belleza. La exposición, comisariada por Pepe Íñiguez en la sede del Cicus se despliega en un montaje bastante curioso –diseñado por él, por el autor y por Isidoro Guzmán– disponiendo las diferentes series y fotos aisladas en lugares estratégicos desde el techo hasta el suelo.
Nada que ver con Puch, quien en el Espacio Turina (ICAS/Ayuntamiento de Sevilla), desarrolla un diálogo continuo entre fotografía y pintura, entre estas dos y el sonido, entre estos tres y las imágenes fijas o en movimiento de los vídeos que pueden considerarse performativos y que son parte del mismo discurso, esto es: las diferentes formas de representación de las imágenes, paisajes, retratos, formas, signos, gestos, pictogramas. Puch que empezó como pintor y alguna que otra vez introducía fotos en sus obras, optó por dejar ese arte de amanuense para centrarse en la fotografía, investigar en ella desde los encuadres, los objetos, las posibilidades de las cámaras, los formatos, ... hasta llegar a la edición. Ahora, recorre el camino inverso y desde las fotos busca ese recuerdo de la pintura si quiera a la manera de collage digital, tan cercana a ese término que se puede llamar fotopintura. Las fotos, las pinturas, las fotos de fotos, los detalles de las fotos, los vídeos de las fotos y de los detalles, nos meten en su atmósfera, en la envolvente de lo que ahora forma parte de su medio expresivo y de la indagación sobre el propio medio, que siguiendo uno de sus títulos –«las cosas que sucedieron»– fueron buscadas/encontradas mientras tanto. Por eso, para que conozcamos el resultado de lo que empezara en 1986, ha necesitado de tiempo, papel, tela y la proyección audiovisual que cierra o abre el ciclo.
Aurora Gilabert, ¿qué decir, sentir, manifestar, gritar ante sus fotos hechas durante agosto y septiembre de 1992 en la ciudad sitiada de Sarajevo en plena Guerra de los Balcanes?, sino indignación, ira, impotencia, todo lo contrario de lo que ella denuncia porque la misión del fotorreportero no es otra que la del pacifismo activo utilizando paradójicamente las escenas bélicas, los estragos del dolor en una población que se le obliga a movilizarse, huir o masacrarse. Ella no escogió el periodismo de imagen para definirse, sino el radiofónico para Canal Sur Radio, retransmitiendo diariamente en los noticiarios los horrores y devastaciones que tenían lugar ante sus ojos. Puede decirse que fue la fotografía la que la escogió a ella y por eso sus imágenes no son para nada ostentosas, hechas para la Primera Página de un gran magazine o pensando en el Pulitzer, el World Price Photo, pero desde luego que podrían serlo precisamente por eso, porque capta lo cotidiano, la inmediatez del estallido, la destrucción de la ciudad, las víctimas de intereses políticos, geoestratégicos y económicos.
Fotos que, mejor que lecciones teóricas sobre esta y en general de cualquier guerra, ilustrarían muchísimo más que nada a los adolescentes y jóvenes en los Institutos para que jamás se produzcan escenas como estas. La realidad nos demuestra que esto va en la genética y que aún hay que hacer muchas fotos y expos como esta que ahora concluye en la Casa de la Provincia, para que la Paz deje de ser una ilusión utópica.