Los que siguen estos artículos saben que no suelo referirme demasiado a los pregones. Tal vez, porque asisto a pocos o, tal vez, porque, como me paso el día entre libros, después las comparaciones se vuelven insatisfactorias en su mayor parte. Asimismo, la parafernalia que los rodea me resulta demasiado estomagante por anticuada y previsible. Pero toda regla encuentra feliz excepción y este lunes ocurrió una de ellas. Fue en el XLII Pregón de la Esperanza. José Luis Zarzana Palma vino de Jerez y se trajo todo el aroma de sus vinos embotellado en una prosa tan elegante como fluida y en unos versos que lo eran no por estar las palabras dispuestas en renglones desigualmente recortados, sino porque en ellos había ritmo, cadencia, calidad en la rima y precisión de conceptos. Zarzana fue sencillamente un poeta (que no es lo mismo que alguien dispuesto a hacer versos) y emparejaba la gracia de la décima con el romance de largo y sostenido aliento. Un ole breve y vibrante se escuchó en la iglesia. Además, su presentador, Alberto García Reyes, estuvo... como hay que estar. Como esos buenos banderilleros que otro maestro de Jerez llevaba para que le pararan y enseñaran el toro antes de que él, con su compás de bronce, se aventurase a la verónica. Qué alegría me dio pensar que en abril se avizora otro pregón de tronío. Entre los dos ocuparon el atril una hora exacta de reloj. Para qué más. Las buenas faenas invitan a volver a la plaza. Así, sí.~