Hay un anhelo ciudadano, pocas veces hecho realidad, que sueña con que los partidos políticos sean capaces de pactar. Si nos atenemos al dato empírico, es decir, al número de ocasiones en que este fenómeno se ha dado, es sencillo explicar el porqué del afán mayoritario, de las causas que colocan al pacto en el estante de las cosas más preciadas: su rareza y el hecho de que cuando se produce se hace sobre temas de enorme calado social que pasan a formar parte de lo indiscutible. El mismísimo acuerdo constituyente o las reformas de la Constitución –auspiciadas éstas desde Bruselas– podrían ser un ejemplo, o incluso el pacto antiterrorista, pero poco más (Toledo es sólo el nombre de una ciudad). Tan pobre es la cosecha en la huerta de los acuerdos que pudiéramos concluir que es la materia la que obliga al pacto y no la voluntad de las partes, porque existen asuntos, muy pocos, en los que es mejor estar de acuerdo, y ¡ay! del que no lo esté.
Nuestra historia democrática ha sido la del desencuentro permanente. Bien porque uno de los dos grandes partidos tenía la mayoría absoluta, bien porque teniendo mayoría relativa había con quién llegar a un intercambio de intereses mutuos a cambio de estabilidad. El rodillo ha sido el instrumento habitual de gobierno, de tal forma que todo nuestro sistema político se ha definido a partir de su presencia. Por eso no pueden traerse aquí como contraejemplos los trueques con los nacionalismos vasco o catalán, por la sencilla razón de que ahí nunca hubo pactos en el sentido que aquí le damos, sino todo lo más mercadeo presupuestario o competencial. El parlamento ha sido cámara para el desacuerdo, casi nunca órgano para la reflexión.
Pactos como acuerdos entre fuerzas políticas contrarias y visualmente antagónicas –de estos hablamos–, no ha habido, salvo los citados. Quizás sea por su escasez por lo que estén sobrevalorados, porque tampoco se tienen pruebas contrastadas de sus virtudes. Aún así, a pesar de la incertidumbre de su utilidad, nadie renuncia a un pacto, aunque sólo sea porque en vez de disentir habrá que empezar a construir y eso exige de quietud, silencio y buenas formas, lo contrario del espectáculo.
Dicen que entramos en una legislatura muy difícil. Son pocos los que le auguran más de dos años de vida. Pero, ¿y si por manos del diablo fuese la legislatura de los grandes acuerdos, la de los grandes pactos? Tampoco haría falta que lo fuese sobre todas las materias, que no conviene exagerar ni sobreexcitar los sueños, bastaría que lo hubiese para un ramillete de cosas importantes, incluida la reforma constitucional. Sería alucinante, un viaje a lo desconocido.