Situación: festival de baile de nuestra hija pequeña después de todo un curso acudiendo, los martes, a una academia de flamenco. Lugar: un teatro con capacidad para varios cientos de personas, con el aforo ocupado hasta la mitad de la sala. Programa: una primera parte compuesta por una horrible sucesión de números de lo que se conoce como baile moderno, hip-hop o no sé de qué otra manera, en los que un puñado de inocentes aprendices (la horquilla iba desde los seis a los catorce años) se contoneaban en una suma de espasmos que prometían futuros desplazamientos de vértebras, con especial incidencia en las cervicales (de la C1 a la C7). De remate, una de ellas realizó el ordinario (por burdo) ejercicio del twerking o perreo, osease un meneo arrebatado de nalgas con la cintura doblada y las posaderas en posición de culo de pato. Nada más lejos del equilibrio, la elegancia y el saber estar propio de las danzas del mundo. Segunda parte: una sucesión de bailes flamencos, con disco y con cante, guitarra y cajón en directo, que nos ofrecieron la pericia y la impericia de bailaoras aficionadas que iban desde los cinco o los seis años, hasta pasados los sesenta. Para entonces los familiares de las estrellas del baile moderno, hip-hop o no sé de qué otra manera llamarlo, estaban entregados a consultar sus teléfonos móviles. Ya no había hija, nieta o sobrina a la que filmar durante su actuación. Ya no había interés alguno en atender a las demás protagonistas del festival.
Por supuesto, antes del comienzo del espectáculo una voz grabada había anunciado por megafonía que estaba prohibido sacar cualquier tipo de imagen (fotográfica o de vídeo) durante cada uno de los cuadros del festival. Por supuesto, estamos en España y aquí las voces en off nos las pasamos por el arco del triunfo. «Pues yo le doy al botón REC quieran o no quieran, ¡y que me denuncien! Y si se ponen gallitos, pues además enciendo la linterna». «Pues yo no levanto el dedo del percutor de las fotografías, sonido de cámara réflex en cada instantánea». Pena que no hubiese un agente secreto de la SGAE debajo de una gabardina para retratar -soy metafórico- a tanto maleducado.
Me pregunto por qué el ansia de fotografiarlo todo, de grabarlo todo; me pregunto por qué uno se echa encima esas cadenas que impiden, además, disfrutar del espectáculo de la niña; me pregunto cómo es posible demostrar en público que estás encima de ruegos y prohibiciones; me pregunto la razón por la que, una vez culminada la experiencia familiar, uno es capaz de encender el Instagram y darle al dedo -¡zas, zas!...- hasta el final del espectáculo.
Hubo un momento en el que, llevado por la ira, asomé la cabeza entre las butacas de la fila que tenía delante de mí. Con voz gruesa y todo lo hiriente que pude, solicité a una abuela, a una madre y al sursum corda familiar que bajaran el brillo de sus putas pantallas. La petición hizo su efecto: no se atrevieron a volver a consultar el teléfono hasta que cayó el telón. Mucho me malicio que todos ellos tenían que ver con la niña del twerking o perreo. La mala educación tiene la cualidad del rápido contagio.