Uno de los preceptos de la doctrina cristiana dice que todos los habitantes del planeta somos hermanos. Y una manifestación de fe cristiana sin parangón como es la Semana Santa de Sevilla debe llevar esa enseñanza hasta la última de sus consecuencias, como hacen muchos católicos detrás del antifaz con el que revisten sus creencias en el día de su estación de penitencia.
Más que probablemente, muchas de las oraciones que musiten los cofrades sevillanos portando su cirio o su cruz en un día señalado para la cristiandad irán dedicadas durante la Semana Santa que hoy comienza a los hermanos que sufren dejando atrás sus vidas persiguiendo una esperanza en un destino desconocido. Sin que recen necesariamente al mismo Dios, sin que estos días signifiquen nada en su cultura ni para sus devociones, pero sin dejar de ser hermanos en su condición de hombres que persiguen un futuro para sus familias.
Concluye hoy una semana en la que la Europa próspera y pretendidamente civilizada evidenciaba sus discrepancias en torno a las posibles soluciones a un problema que hemos reconocido como ilógicamente ajeno: el de los miles de refugiados que buscan su esperanza en el mismo bienestar que nos hemos preocupado de pregonar de forma obscena, soberbia.
Si los representantes políticos de los estados de la Unión han acordado cubrir con una pátina de decencia —estudiar caso a caso, dicen con una impostada dignidad— la obscena decisión de devolver masivamente a quienes llegaron jugándose la vida, la oración de los cristianos que salen desde hoy a la calle a manifestar que son hijos de un único Dios si que deberían ser individuales, imaginando cada tragedia singular, poniendo en los labios los nombres imaginados de los niños que caminan siguiendo un sendero de raíles y traviesas en Macedonia, los que juegan inocentes ante la policía fronteriza en Grecia o los que durmieron su último sueño sin latidos del alma sobre la arena de una playa. Como Aylan Kurdi, el niño sirio de tres años de edad que se convirtió con su muerte en todo un símbolo de la crisis humanitaria que vive su país de origen. Sacar las devociones a la calle tiene, al margen de un innegable valor cultural y de reafirmación de las tradiciones, una profunda función evangélica que incluso podría ser desposeída de su vinculación con una confesión concreta. En eso radica el sentido del ecumenismo y del diálogo interreligioso perseguido con denuedo por el pastor de la Iglesia Católica, el papa Francisco: en favorecer el bien común de la humanidad al margen de las creencias individuales de los fieles de cada religión.
Cabe entre los pliegues de la túnica una oración por Aylan, y por sus padres, y por todos aquellos que se quedaron en el camino y por todos los que lo desandan en estos días, caminando sobre su propio itinerario de esperanza de vuelta a los hogares de los que fueron expulsados por el odio y el miedo. Cabrán entre los bosques de cera de los pasos de palio las sombras temblorosas de las llamas que iluminan un último anhelo, como el de las estrellas que siguieron los padres angustiados embarcados con sus familias completas en un mar frío que separaba su historia de su futuro. Quizás incluso la muerte de la vida. Y seguro que la miseria de una soñada prosperidad.
Debería caber entre los cientos de chicotás que se dedicarán a la orden del sonido metálico de los llamadores una al menos que tuviera al propio Aylan como protagonista. Para que el esfuerzo de los hombres de abajo llegue transportando esa oración hasta el cielo de los cristianos, o hasta la yanna de que describe el Corán. En cuestión de sufrimiento de las personas, solo debiera haber un libro sagrado común a todas las confesiones, que fuera el del sentido común y el de la verdadera hermandad de la humanidad.
Si de verdad los sevillanos creemos —como realmente creemos— que el eje del planeta se clava en nuestra ciudad sobre esta semana de primavera; si de verdad confiamos en la fuerza de la fe, tenemos la obligación moral de emplear ese impulso del alma en tratar de influir en la solución de las familias que han conocido el hachazo del dolor más cruel: el de ver a sus hijos tendidos inertes sobre la orilla de una playa en la que no deberían morir niños, sino en la que los niños deberían jugar con los estertores de las olas que agonizan sobre esa misma arena mojada.
Las duras imágenes que nos llegan desde hace meses del drama sirio empañarán con un velo húmedo las miradas de muchos de los hermanos nazarenos que salgan a hacer profesión de sus creencias desde hoy, Domingo de Ramos. Si así ocurre, las oraciones cuajadas de verdad supondrán una fiel manifestación del amor fraternal que Jesús de Nazaret pregonó. Pero más importante aún será que se conviertan en una convicción para los cofrades de la necesidad de que la Europa próspera y unida entienda que el verdadero problema que tiene que resolver no es el de disipar el colapso de sus fronteras del Este, atestadas de refugiados con la mirada perdida en un horizonte de paz que no conocen, sino el de colaborar en poner solución a las guerras que originan esa necesidad de poner rumbo a una nueva vida a miles de kilómetros de distancia. Con miles de lágrimas derramadas en la travesía.