Por Elena Ruiz Cabezuelo.
Este texto es un testimonio sincero y riguroso sobre un aspecto de la crisis por la que atraviesa la juventud actual. La autora, graduada en Periodismo por la Universidad de Sevilla, lleva a cabo un ejercicio de autocrítica de su propia generación con una fundamentación argumental no fácil de encontrar hoy en día. Se trata de un pequeño ensayo lleno de rigor que analiza sin tapujos el entorno que le ha tocado vivir a quien lo firma.
Yo, narciso
Narciso pasó a la historia por enamorarse de sí mismo, fue el personaje mitológico quien dio nombre a lo que hoy conocemos como narcisismo. Pero, ¿y si Narciso hubiera sido contemporáneo? Probablemente habría pasado desapercibido entre la multitud de jóvenes que rinden culto al cuerpo y a la propia imagen. Seguro que Narciso sería carne de gimnasio y lo veríamos sentado en algún plató de televisión de programas en los que la gente va a ratificarse en lo bueno que es y está uno mismo. Nuestro amigo habría sido uno más, y habría pasado sin pena ni gloria a cubrir una discreta esquina en los anales de la historia.
Cada generación critica a la siguiente desde una perspectiva más bien cercana al reproche. Nuestros abuelos se consideraban más fuertes que nuestros padres, y hoy nuestros padres tienen la misma consideración de nosotros. Parece que esto sea recurrente, como una especie de bautizo intergeneracional de la pérdida de valores. No sabemos si más fuertes, pero desde luego las generaciones anteriores eran menos individualistas.
Con el auge del capitalismo exportador de modelos americanizadores –el capitalismo ha existido siempre– las sociedades occidentales han vivido una reconversión de valores culturales y sociales, y han adoptado las formas de vida impuestas por los nuevos tiempos. Los nuevos modelos familiares y la falta de educación en valores, junto al auge del consumismo han creado una sociedad en la que lo que prima es el sujeto. Si la sociología advertía de que el ser humano se ratifica como individuo en la pertenencia a un grupo o colectivo (llamémoslo sociedad), ahora parece ser a la inversa, siendo la sociedad la que se ratifica como tal a través del valor del individualismo.
Generación millennial: hijo único, tirano único
Lo patrones familiares han evolucionado en las últimas décadas, y más concretamente en las dos generaciones anteriores. Nuestros abuelos llegaron de forma tardía al divorcio, pero nuestros padres, que habían sido educados entre la represión de la generación anterior y la apertura de la década de los 80, multiplicaron de forma exponencial los casos.
La generación millennial o Y (nacidos entre 1981 y 1996) y la Z (los nacidos a partir de 1996) se caracterizan principalmente por ser hijos únicos y de padres divorciados. Los también conocidos como nativos digitales hemos sido criados en los valores del consumismo, y en la absoluta convicción –inculcada por los propios progenitores– de que somos merecedores de todo, sin que ello conlleve nada.
Nuestros padres crecieron siendo responsables, en distinta medida, del hogar (cuidar hermanos, realizar tareas de la casa o trabajar para contribuir a la economía familiar) y con conciencia de lucha por las libertades civiles. Cuando los jóvenes reivindicativos fueron padres se negaron a aplicar la disciplina y la austeridad con la que habían llegado a adultos, y trataron a sus hijos como a príncipes, que terminaron convirtiendo en tiranos. No nos privaron de nada, y nuestro ego creció hasta tal punto que terminamos siendo egocéntricos, narcisistas y egoístas.
J.K. Rowling, la escritora más popular de la generación Millenial, trató de identificar la problemática de la educación al introducir al personaje de Dudley, el primo mimado de Harry Potter que montaba en cólera si el número de regalos de cumpleaños era inferior al del año pasado. Dudley es, sin duda alguna, el mejor reflejo del hijo único criado entre algodones, el ser incapaz de ver más allá de su propio ombligo, el príncipe convertido en tirano. Una realidad generalizada que ha desembocado en numerosos quebraderos de cabeza no sólo para los padres, sino para los educadores y las instituciones.
Lo cierto es que el modelo de niño que representa Dudley se corresponde con el síndrome del niño hiperregalado, con el que los psicólogos y educadores tratan de denominar a toda una generación que ha sido superprotegida por sus padres. Estos mismos alertan de las dificultades que esos niños podrán encontrar al pasar a la madurez. Según ellos, estas nuevas generaciones tendrán serios problemas para afrontar las adversidades vitales y alcanzar la madurez emocional.
El culto al cuerpo
Dios ha muerto, el propio Nietzsche vaticinaba que las nuevas generaciones encontrarían deidades particulares a las que rendir culto. El cuerpo es la nueva religión pagana. Si miramos detenidamente a nuestro alrededor cuando salimos a la calle, en lugar de pasear pensamientos intrascendentes, podremos observar la proliferación de gimnasios que ha tenido lugar en los últimos años, o la cantidad de tiendas de cosmética y dietética. Nos exigen estar bien, nos exigimos estar bien.
La sociedad se ha convertido en un club de obsesos de la apariencia física, ya no tenemos tiempo de preocuparnos por cuestiones existenciales porque lo invertimos en dejar de ser reales.
En la teoría de la identidad social el psicólogo social H. Tajfel explica la «necesidad básica del ser humano de tener una autoestima positiva», y aquí encontramos el caldo de cultivo perfecto para convertirnos en maniquís guiados por las grandes marcas, en personas publicitarias, piezas clave del sistema consumista que nos induce al individualismo.
Por si fuera poco una reconocida marca de té ha lanzado la idea del año: el yoísmo. La campaña publicitaria gira en torno a las bondades de mimarse a uno mismo, de relajarse, de darse un capricho, de dedicarse tiempo. La idea recuerda a esos anuncios de agencia americana de los años 60– al más puro estilo Mad Men– en los que se trataba de vender bienestar al modelo tradicional de ama de casa abnegada. El sólo hecho de pensar en uno mismo era por entonces síntoma de mala educación, solía decirse aquello de que «es de mal gusto hablar de uno mismo», pero vender yoísmo en los tiempos que corren podría ser el equivalente en términos sarcásticos a vender algo tan común como el aire.
Apología de la ignorancia
Hubo un tiempo en el que la intelectualidad estaba de moda. Los jóvenes se plantaban gafas aunque no las necesitaran y quedaban con sus amigos en cafés en los que se organizaban tertulias literarias y debates políticos. Había quien sabía y quien sabía fingir que sabía, pero si había una certeza generalizada era la de no querer pertenecer al grupo de los ignorantes.
Ahora existe lo que convendremos en llamar apología de la ignorancia, ese ánimo injustificado de querer hacer ver las carencias culturales de uno a toda costa, y sentirse orgulloso por ello. La generación Z fue la primera en tener pleno acceso a la educación y a la tecnología, pero las altas tasas de fracaso escolar evidenciaron que no habían aprovechado la coyuntura.
El individualismo se ha implantado como un germen que destruye todo interés ajeno al ego, construyendo un ideal social que otorga relevancia pública a personas que no destacan por sus valores morales ni por su excelencia cultural. Un claro ejemplo de ello lo encontramos en Mujeres, hombres y viceversa, un programa digno de estudio sociológico en el que jóvenes variopintos reafirman su ego con la excusa de buscar pareja. Podemos estar seguros de que Freud encontraría entre sus participantes un casting maravilloso de demostración de sus teorías, pero probablemente se quedaría perplejo ante tal exhibición de desconocimiento vital.
Hay que reconocer que anular el pensamiento crítico y la práctica del raciocinio –eso que separa al hombre del chimpancé– e instaurar la apología de la ignorancia ha sido uno de los mayores triunfos del sistema en el que vivimos. Estamos anestesiados por una nebulosa de superficialidad que nos impide centrarnos en nada que vaya más allá de nosotros mismos y de la concepción que queremos que los demás tengan de nosotros.
Soy diferente
Cuando uno es diferente, marginado por arriba o por abajo (R. Reig), normalmente trata de adaptarse a lo común, de ser como los demás. Las dinámicas de patio de colegio reflejan el hecho de que todo niño con rasgos diferenciados será excluido del grupo; y éste, con cierto sentimiento de culpa e indefensión, tratará de adaptarse a lo corriente, ocultando sus preferencias extravagantes para ser uno más.
En el paso de la adolescencia a la madurez los individuos solemos plantearnos quiénes somos y cuál es nuestro papel en el mundo. Cuando uno se percata de que no posee ninguna característica que lo haga excepcional y descubre que su existencia será relativa en cuestión de relevancia histórica, trata de crear una imagen mejorada de sí mismo. Esta reconstrucción del yo trae consigo el paso por distintas fases, e incluso por la pertenencia a determinados colectivos.
En la década de los 80 proliferaron una serie de tribus urbanas que fueron bien acogidas por la cambiante sociedad del momento. Se trataba de grupos que reivindicaban modas y formas de vida alternativas. Desde hippies a posmodernos, la juventud de aquel momento encontró en las tribus la oportunidad idónea para expresar al mundo su necesidad de sentirse diferente.
Las nuevas generaciones han imitado los modelos de las tribus, y han creado sus propios estilos, pero el elemento común sigue siendo el mismo: todos tratan de hacer ver que son diferentes. En el fondo la alternatividad que fue ampliamente criticada por nuestros abuelos por ser una forma de rebelarse contra lo establecido, ha pasado a ser el disfraz perfecto de la mediocridad. Una forma más de atraer a los demás, como quien maquilla la carencia de atributos y finge rasgos que harían excepcional a cualquiera.