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Universalidad del mudéjar

El mudéjar es la prueba del nueve de que todo eso que en España llaman arte ‘árabe’ no es sino parte del auténtico arte español

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12 dic 2017 / 23:35 h - Actualizado: 12 dic 2017 / 23:57 h.
"Patrimonio"
  •  Retrato de George Borrow realizado por Henry Wyndham Phillips. / El Correo
    Retrato de George Borrow realizado por Henry Wyndham Phillips. / El Correo

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La decisión de convertir el mudéjar sevillano en candidato a ser declarado Patrimonio de la Humanidad es una buena noticia pero, al leer la noticia con los argumentos que se aducen, me ha parecido que, aun siendo justos, se ha tomado el rábano por las hojas, dicho sea sin mala intención; sólo para expresar que se lo ha hecho por lo que más se ve, por la arquitectura. Ello es algo que hace años se hizo –y con éxito– en Aragón pero que en Andalucía debería tener connotaciones distintas.

Hago estas reflexiones con espíritu cooperador, buscando que el objetivo llegue a buen puerto y que, además, eso sirva para poner en valor no sólo el patrimonio material de Andalucía sino también ése que se llama patrimonio inmaterial que, a fin de cuentas, es lo que conforma un concepto, hoy en desuso pero muy frecuente en el romanticismo y, por tanto, hasta el XIX, el del alma colectiva.

El mudéjar no es sólo el estilo arquitectónico que intentara acotar conceptualmente Amador de los Ríos y definiera como «el único auténticamente español» Menéndez y Pelayo sino un Demiurgo, el andalusian way of life, que condujo, en primer lugar, esta tierra hacia la Europa de la Edad Moderna y, sobre todo (aunque de ello no hayan querido darse cuenta los historiadores) a Europa hacia la modernidad.

En realidad es la prueba del nueve de que todo eso que en España, desde conspicuos académicos a pedestres guías de turistas, llaman arte árabe o –peor aún– arte musulmán o islámico anterior a él no es sino parte del auténtico arte español en un sentido mucho más exacto del que intuía el enciclopédico Don Marcelino.

En Al Ándalus (el nombre no es otro que el de la Atlántida de Platón arabizado), desde su aparición, no hubo una etapa similar a la de cualquier territorio primitivo que es colonizado por los que llegan a él, sino que ese territorio proviene directamente de la civilización romana en un grado casi tal alto como el de la misma Roma puesto que había producido para la metrópolis los mismos escritores o técnicos que emperadores y, cuando el imperio comenzó a deshacerse, lo hizo aquí con las mismas características que en Italia.

La mitad de la península ibérica que, trazando una línea imaginaria, va desde Zaragoza hasta el Alentejo portugués pasando por Madrid, pasa de ser un territorio romano que habla en latín a otro –también heredero de Roma– que, poco, va asumiendo el árabe como lengua culta y con ella se adentra en una Edad Media muy distinta a la del resto de Europa donde, precisamente por no haber tenido ese vehículo cultural al perderse la lengua común, se sumerge en la ignorancia y debe volver a la casilla de salida en el tablero de la civilización.

Son los que imitan al califato cordobés y los que llegan a esa media península andalusí a partir del final del siglo XI (almorávides, almohades y meriníes) quienes asumen los cánones que Al Ándalus había producido no sólo en arquitectura, sino en otros muchos campos de la cultura, el de la música, sin ir más lejos de cuyo declive, en siglo XIV, nos habla Abenjaldum en su Introducción a la Historia.

A partir de la incorporación del valle del Guadalquivir a los territorios de la corona castellana la civilización andalusí viviría de otra manera. Es la literatura castellana –latina– la que, adelantándose a los cantes de ida y vuelta, reincorpora lo que el latín había prestado en la jarchas, la moaxaja y el céjel; son las artesanías y la arquitectura y, en definitiva, la vida las que vuelven a fundirse. El Arcipreste de Hita o el autor del Cancionero de Baena son puentes que se tienden entre uno y otro tiempo para el arte y la cultura en general sigan evolucionando.

Nada de eso sucede en los territorios de los que, teóricamente, proviene ese arte árabe o islámico de nuestros libros de texto. En ellos, los cánones de todas las materias –comenzando por la arquitectónica– permanecieron al pairo hasta el día de hoy, en la calma chica que produce la ausencia de vientos culturales propios. ¿A nadie se le ha ocurrido pensar por qué no cambian desde la desaparición del reino bazarí de Granada mientras aquí lo gótico, lo renacentista, lo barroco... y así hasta el historicismo de principios del siglo XX se vestían con ropas y adornos andalusíes? Pues eso demostraba que, no el mudéjar sino lo mudéjar también era, como la guerra según Clauseviwittz, la continuación de Al Ándalus por otros medios.

La importancia del mudéjar no está en que Sevilla, de algún modo, lo sea, sino en que su alcance es infinitamente mayor. El Madrid de los Austrias es mudéjar (vean, por ejemplo la iglesia de San Pedro), Zaragoza es mudéjar (de Teruel no hablamos), Toledo, Cáceres, Zafra... son mudéjares. España llegó a México con el mudéjar y allí sigue y Tetuán en Marruecos, Testur en Túnez y otras muchas ciudades son mudéjares. No hace falta que intervenga la UNESCO. El mudéjar es, desde hace siglos, patrimonio de la humanidad.