Por Sara Mehrgut
Ganadora de la IV edición de Excelencia Literaria
“Hubiéramos podido ser los dueños del ancho mundo
y no somos más que unos granos de trigo en la ancha Castilla”.
Bartolomé Bennassar
Me presentan en la facultad de Bellas Artes a un alumno que también es de Valladolid. Como somos los únicos pucelanos de la clase, mis amigas creen que me gustará conocerlo. Al principio, sí. Habla de los buenos artistas de nuestra ciudad (escritores, imagineros, pintores...) y yo asiento. De los enormes cielos que caen desde los edificios hasta los campos de labranza, y aplaudo. De la elegancia de los ciudadanos cuando pasean por las calles comerciales, y sonrío.
Con el éxito de sus primeras intervenciones, el muchacho se me crece y asegura que viviría en Valladolid toda su vida. ¡Qué empeño, Dios mío, de no desear ningún otro horizonte!... Por si aquello no fuera suficiente, el amor a la patria chica le hace embalarse:
—Te aseguro que Valladolid es la ciudad perfecta.
Ah, no. De eso ni hablar, guapo. No creo que la capital castellanoleonesa haya aspirado nunca al grado de la perfección, como si esta categoría fuese deseable para alguna urbe. ¿O es que a los lugares no los singularizan también sus defectos? Además, prueba a reírte de ese orgullo vallisoletano; es muy divertido.
Si uno se pasea entre otras juventudes castellanas, se observa un desprecio compulsivo a mi ciudad. Un famoso grito de guerra en cualquier fiesta que se precie, dice: «¡Pucelano el que no bote!». Con este gañido se inicia, media o finaliza el jolgorio, entre saltos, como si estuvieran locos. Ese rechazo es un rencor centenario a la capital de la Comunidad Autónoma, como si les hubiésemos robado algo. En uno de nuestros gestos de defensa, afirmamos: «envidia», antes de darnos la vuelta, airosos. Porque los vallisoletanos somos prodigiosamente agradables: con el tiempo, incluso, nos hemos acostumbrado a que nos reciban como a un ladrón en las tiendas.
—¿Quieres algo?
—No. Nada. Solo estoy mirando.
No sé si será la dulzura de la voz de la dependienta, su tono poco inquisitivo o la manera en que su mirada te repasa de los pies a la cabeza, pero algo en tus entrañas comienza a bramar: «¡Corre, Forrest, corre!...».
Por fortuna hablamos bien, sin acentos, vanagloriándonos de nuestra vocalización y riendo presuntuosos las gracias de los del Norte, que parece que cantan, o del audaz acento sureño, que se mal entiende.
Defendemos el «la dije...» con ímpetu feroz. Tengo amigas que, seguro, escribirán su tesis acerca de las ventajas informativas de este error gramatical.
Mi conciudadano me comenta lo “alegres” que son las charras en comparación con las vallisoletanas (será que quiere ganarse algún punto en mi opinión sobre él).
—¡Cosas de Salamanca!
—Ciertamente -le respondí, sonriéndome de su injusticia-, porque fuera de Pucela no hay nadie decente; puedes estar seguro de que al cruzar los lindes de la provincia, todas las mujeres son insufriblemente fáciles.
Al rato, como ya no hay conversación, surge el asunto de la climatología. Ya no puede entretenerse con sus dulces comparaciones y yo respiro tranquila, confirmándole que el de hoy es un día inmejorable. Apenas he terminado la frase cuando soy consciente de mi error, pues la solana hace del día una maravilla. Y la grata compañía, erre que erre.
—Con este bochorno, lástima no tengan playa como en...
—¿Valladolid? ¿En serio echas de menos ese trozo de arena a las orillas de tan cristalinas aguas? –me pregunta.
La hora libre ha terminado. Él se ríe.
—Menudo carácter. Se ve a kilómetros que eres vallisoletana.
Llegado a este punto... ¿conviene protestar? ¡Qué va! Es hora de empezar una nueva clase.
Me levanto y me voy. Se nota, seguro, que soy vallisoletana.