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Viejas agendas de teléfonos

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Manuel Bohórquez @BohorquezCas
30 dic 2016 / 22:22 h - Actualizado: 31 dic 2016 / 08:22 h.

Una tarde visité al cantaor Juan Valderrama en su finca de Espartinas y me lo encontré muy triste sentado en la salita de su casa, en bata, zapatillas y una vieja agenda de teléfonos encima de la mesa. Era Nochevieja y cuando le pregunté el motivo de su tristeza, abrió la agenda y tenía casi todos los números tachados. «Este es uno de los problemas de llegar a viejo», me dijo, con los ojillos, que eran ya como dos puñaladas en un tomate, encharcados de lágrimas. Abrió la agenda aquella tarde para llamar a sus amigos más queridos y se dio cuenta de que se habían muerto la mayoría de ellos, artistas y no artistas, representantes, periodistas y familiares. Otros muchos no habían muerto, pero les había perdido la pista, algo que les suele ocurrir a los grandes artistas cuando van dejando los escenarios, como era su caso, aunque estuvo cantando hasta poco antes de su muerte. Y bien, además.

Recordó aquella tarde la gran cantidad de artistas del flamenco a los que había visto arruinados, olvidados, dejados de la mano de Dios. Manuel Vallejo entre ellos, quizá el genio más grande del cante sevillano y su primera referencia. Cuando a don Manuel Jiménez y Martínez de Pinillos, Vallejo, se le había apagado la estrella de su prodigiosa voz y apenas tenía para pagar los cafés en Las Maravillas, Valderrama lo metió en su compañía y le pagaba 2.000 pesetas por noche, que en los años cincuenta eran un capitalito. No lo hizo por caridad, sino porque lo veneraba y le dolía verlo triste y olvidado en esa Alameda sevillana que fue testigo de otros olvidos. Me recordó también el maestro cuando, recién llegado a Sevilla, a finales de los años treinta, siendo un aspirante a figura del cante, lo abordó en un bar el célebre Niño de Medina, un cantaor jerezano que se afincó en Sevilla a principios del pasado siglo y que llegó a ser una primera figura. No le pidió a Valderrama para comer, sino un traje, «porque tenemos la misma talla», le dijo. Y se lo dio, porque le conmovió que un dios del cante flamenco no tuviera un traje para ir presentable y digno. No disfrutó mucho de aquel terno, porque murió al poco tiempo, teniendo que venir un sobrino suyo desde Valencia para enterrarlo, porque no tenía hijos y malvivía en la Alameda de Hércules. Es curioso que este cantaor hiciera famosa una letra de peteneras, que viene al caso como clara metáfora del destino:

Niño que encueros y descalzo,

va llorando por las calles.

Ven acá y llora conmigo,

yo tampoco tengo mare,

que la perdí cuando niño.

No es que haya que ser un artista famoso para tener que borrar números de teléfonos de la agenda: ocurre en las mejores familias. Y te das cuenta estos días, cuando va acabando el año y coges el listín para llamar a familiares y amigos a los que sueles felicitarles la Navidad. Entonces caes en que muchos han desaparecido del mapa de tu vida sin saber por qué, salvo los que han muerto. Esos amigos de antaño a los que un día te encuentras por la calle después de muchos años sin verlos y antes de preguntarte por la salud y esas cosa, te preguntan que si tienes el mismo número de teléfono o lo has cambiado, como justificando la desafección. Se lo das y nunca más vuelves a saber de él, porque cuando tomó la decisión de desaparecer de tu vida sería por algo, seguramente porque se cansó de tus problemas o empezó a relacionarse con otras personas. La verdadera amistad es un alma en dos cuerpos, pero no tiene por qué durar toda una vida y, además, suele mudar la piel cuando menos te lo esperas.

Debo de tener ocho o diez agendas en casa guardadas en cajones. La melancolía navideña me ha llevado a verlas estos días y, en efecto, son como una memoria de la amistad. Acordándome de Valderrama, comencé a anular teléfonos, a tacharlos con un rotulador negro, primero los de los amigos, familiares y artistas flamencos que se han ido, y luego los de compañeros de profesión como José Antonio Blázquez y Miguel Acal, José Blas Vega y Félix Grande, Amós Rodríguez y Ricardo Rodríguez Cosano, entre otros muchos. Por último, los de quienes se olvidaron de mí o me perdieron la pista, que suele pasar cuando cambias de teléfono y no les haces llegar el nuevo número, o si lo haces, por el motivo que sea, se desconectan. ¿No seré yo el desapegado?, me pregunté al ver tantos borrones en las agendas. Pudiera ser, claro. Solemos atribuirles a los demás nuestra propia displicencia porque a lo mejor es una manera de creernos distintos a ellos.

No hace mucho tiempo, después de cuarenta años sin saber nada de un gran amigo de la infancia, decidí buscarlo para regalarle uno de mis libros, Cuatro Vientos, en el que lo citaba. Recorrí muchos kilómetros y cuando al fin di con él y llamé a su puerta, salió y me miró como a un extraño, como si hubiera visto a un fantasma del pasado. Me lo agradeció mucho, pero no me invitó a que entrara en su casa y al regresar a la mía, desilusionado y dolido, además de agotado de tanta carretera, reflexioné sobre lo ocurrido y llegué a la conclusión de que no era él el descastado, sino yo. Cuando vives en un pueblo y emigras a la ciudad parece que somos los que partimos quienes tenemos la obligación de visitar a todos cuando vamos al pueblo por algún motivo. Es como si no nos perdonaran el haber abandonado el pueblo, como si fuéramos renegados. Seguro que lo mismo que he tachado decenas de nombres y teléfonos de mis viejas agendas, de muertos y de vivos, muchos de esos amigos que aún viven, habrán eliminado también el mío de sus vetustas agendas. Si lo que nos espera es el olvido, acabar siendo un nombre borrado en una agenda de teléfonos, tratemos de no merecer esa sanción. En cualquier caso, les deseo un feliz Año Nuevo a todos aquellos que me olvidaron y a los que olvidé.