Viejos

Image
Álvaro Romero @aromerobernal1
15 ene 2019 / 08:32 h - Actualizado: 15 ene 2019 / 08:36 h.
  • El alcalde de Chiclana impone la medalla del municipio a Petra Barrosa en 2017. / El Correo
    El alcalde de Chiclana impone la medalla del municipio a Petra Barrosa en 2017. / El Correo

En la Chiclana del inolvidable Fernando Quiñones, del mejor narrador de anécdotas camaronianas, Rancapino, y del más emocionante cantaor para mi gusto de la actualidad, Antonio Reyes, murió el domingo la mujer más vieja de Andalucía, Petra Barbosa, a los 110 años. De entre todas las palabras tabús que nos oprimen la lengua y el pecho cada día, el adjetivo viejo es el que me parece más rebelde y superviviente frente a esa cascada de eufemismos estúpidos que nos impiden pensar con claridad por no llamar a las cosas por sus nombres.

Llegar a viejo, o a vieja, es la mayor bendición de la vida. Probablemente la más definitiva, porque la vida consiste en hacerse viejo, es decir, en dejar que los años pasen por encima de uno sin que la muerte se dé cuenta. De modo que siempre es mejor llegar a viejo que a la tercera edad, porque ese numeral tan tenebroso nos recuerda a la tercera dimensión, al tercer mundo, a la indeseable tercera guerra mundial y a otras amenazas de tercerías que siempre inquietan a la primera persona del singular, porque un viejo es un individuo en sí mismo, una leyenda en carne y hueso que se cuenta y recuenta todos los días, porque la vejez es también el territorio del relato recurrente o infinito, pero la tercera edad y otras perífrasis disimuladoras de la vida que pasa es siempre un rebaño impersonal que en rigor no le importa a nadie, ni al gobierno, aunque suba las pensiones en este país que envejece a tal ritmo que muy pronto serán los viejos quienes marquen la pauta del censo electoral.

Yo aprendí todo lo importante de viejos que habían sido jóvenes en una época incierta de la que solo ellos mismos daban fe. Recuerdo a Francisco Mayo porque me enseñó la diferencia entre doblar con las campanas para muerto o para muerta; a Manuel el Chambia porque me regaló la primera novela que me hizo llorar, una de Lucía Baquedano, dedicada con su caligrafía orgullosa de escribiente del registro; a Amador porque me hacía aviones de papel siempre con destino a Cádiz; a Isabel Troncoso porque traía unos purificadores planchados y perfumados que yo colocaba en un cajón al que no alcanzaba mientras ella iniciaba el runrún del rosario; a Miguel Roldán porque me demostró que se podía ser un gran escritor sin salir del pueblo; a mi abuela Modesta porque sabía de memoria todas las canciones, chascarrillos y adivinanzas que componían la memoria colectiva de su generación, aquella que hablaba de la guerra civil en susurros silenciados, mientras la desgranaba en su mecedora, que era un metrónomo de la felicidad aplazada porque siempre se iba a morir de un momento a otro aunque llegara de sobra a octogenaria...

Ahora que todo parece volver a empezar, hay que escuchar a los viejos. No sé por qué me resuena aquel poema borroso de Gil de Biedma que aprendí yo de tan joven: “En un viejo país ineficiente, / algo así como España entre dos guerras civiles, / en un pueblo junto al mar, / poseer una casa y poca hacienda / y memoria ninguna. / No leer,
no sufrir, no escribir, no pagar cuentas, / y vivir como un noble arruinado / entre las ruinas de mi inteligencia
”. “De vita beata”, se llamaba el poema.