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Hace 2.500 años el militar y estratega Sun Tzu afirmaba que «lo supremo en el arte de la guerra consiste en someter al enemigo sin darle batalla». En Occidente no tenemos nada que hacer

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22 jul 2018 / 19:29 h - Actualizado: 23 jul 2018 / 10:04 h.
"Tribuna"
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Hace 2.500 años el general y estratega Sun Tzu escribió un tratado sobre práctica militar y estrategia de guerra titulado El arte de la guerra. Y entre los muchos pensamientos que expone hay uno inquietante que dice: «La mejor victoria es vencer sin combatir».

Corría el año 1940 cuando los Junkers 87 alemanes, más conocidos como Stuka, aterrorizaban a Francia con sus «trompetas de Jericó», que era el irónico nombre con el que bautizó el ingeniero alemán Hermann Pohlmann, padre de esos aeroplanos de guerra, a las sirenas que instaló en las cubiertas superiores de las patas del tren de aterrizaje y cuyo macabro cometido era advertir a quienes se encontraban en las cercanías de que en breves instantes lloverían del cielo las SC50, bombas de 50 kg. que aquellos temibles pájaros de la muerte llevaban ancladas en sus alas.

Los Stuka sembraron el pánico durante la Segunda Guerra Mundial. Y curiosamente, el escenario de pruebas de estos aviones fue España. Efectivamente, el Stuka voló por primera vez en 1935 y se estrenó en combate en 1936 durante la Guerra Civil Española, formando parte de la Legión Cóndor enviada por la Luftwaffe para ayudar al General Franco en la contienda.

Derribar a Stuka se había convertido en una obsesión para los soldados aliados. Y cierto día de 1940 un sargento francés del 141º Regimiento de Infantería Alpina, desde el Puerto de Marsella, cuando uno de esos mensajeros de la parca iniciaba su mortal descenso para que su piloto descargara las ametralladoras MG17 que llevaba en las alas, ese sargento disparó la suya, desde su trinchera, y el cruce de proyectiles terminó con el Stuka destrozado sobre el mar de Marsella. Por ello, el sargento recibió la Cruz de Guerra Francesa. Y no quedaron ahí los méritos de este sargento. En 1944 el propio general De Gaulle le impuso en persona la Medalla Militar como premio a su trayectoria durante la Campaña de Italia, donde participó en batallas como la de Monte Cassino y la liberación de Roma. Este sargento se llamaba Ahmed Ben Bella, nacido en Orán en 1916.

Ben Bella arriesgó su vida por Francia y cuando la guerra terminó consideró y defendió que aquella entrega suya y la de otros muchos miles de argelinos que lucharon contra el nazismo y a favor de la democracia en Europa debía tener como premio la liberación de Argelia, que su amada patria dejara de ser una colonia francesa. Pero aquella postura, lejos de ser acogida con empatía por el gobierno francés supuso unas campañas brutales de represión. Ben Bella había despertado el orgullo del pueblo argelino y éste se echó a las calles a pedir su independencia. El resultado fue de más de 6.000 argelinos muertos en las calles debido a la brutal represión del ejército francés. Ben Bella y los demás excombatientes argelinos de la Segunda Guerra Mundial comprendieron que la participación de las colonias en la lucha contra Hitler no iba a ser recompensada con su emancipación.

Ahí comenzó la revolución del pueblo argelino. Y como tantas veces a sucedido a lo largo de la historia, es harto probable que los altos cargos franceses no tuvieran en cuenta uno de los principales pensamientos de Sun Tzu cuando aconseja que «no presiones a un enemigo desesperado. Un animal agotado seguirá luchando, pues esa es la ley de la naturaleza».

Ahmed Ben Bella fue el primer presidente de la República Argelina Democrática y Popular después de su independencia en 1962. Y en 1966, el héroe de la independencia de Argelia pronunció una frase que para mí, desde hace unos días, ha pasado a retumbarme en mi interior:

«Conquistaremos Europa con el vientre de nuestras mujeres».

Hace dos semanas falleció el padre de un buen amigo mío. Era musulmán, originario de Hebrón, en Palestina. Mi amigo no es musulmán, pero quiso honrar la memoria de su padre y se adentró en un mundo ignoto para él. Me pidió ayuda y sin dudarlo se la di, porque Ismael es todo corazón, vulnerable como una tortuga sin caparazón y siempre dispuesto a ayudar a todo el que lo necesita. Pero lo que nunca podía imaginar es que acabaría cavando la tumba de su padre en el cementerio musulmán de Sevilla, junto a otros incrédulos amigos que no daban crédito a lo que allí estaba sucediendo. Había que excavar una fosa de dos metros de largo, uno de ancho y ¡uno y medio de profundidad! Cuando llevábamos cuarenta centímetros estábamos exhaustos. Entonces entendí que necesitábamos ayuda. Tomé el coche y me adentré en San Jerónimo, a la aventura, a buscar ayuda. Tras varios intentos infructuosos me encontré con un chaval de tez morena que tomaba café en un bar. Cuando le expliqué lo que pasaba dejó el café a medias y me dijo que le siguiera. Llegamos a una de esas calles con nombre de pez de ese popular barrio. Él hablaba por teléfono en árabe, excitado, con vehemencia. Al momento me presentó a un joven musulmán que parecía enharinado y listo para rebozar. «Él os va a ayudar», me dijo el chico. En eso que salió un tipo gordo, de poca estatura, del mismo portal del que salió aquel joven musulmán lleno de polvo blanco y gritando le espetó:

–¡Ahora te vas a ir y me vas a dejar el cuarto de baño empantanao! ¡Eso no me lo puedes hacer!

A lo que el joven musulmán, ofendido, le contestó:

–¡Ha muerto un hermano musulmán y para mí eso es lo primero!

Yo no daba crédito a lo que estaba viviendo. Le ofrecí dinero por el favor y me dijo que no quería nada, que el favor se lo hacía el hermano fallecido a él. Entonces recordé otra de las frases de Sun Tzu: «Lo supremo en el arte de la guerra consiste en someter al enemigo sin darle batalla».

En Occidente no tenemos nada qué hacer. ~