Antes de que a determinados iluminados les diera por usar la arroba no como unidad de medida sino como artificio de inclusión genérica para luchar contra el machismo, la calor ya era en mi tierra femenino y singular por mucho que dijera el diccionario. Porque aquí el calor es un concepto libresco o meteorológico que no se ajusta a esa sensación apabullante de la bofetá que te da la ciudad nada más bajarte del AVE cuando vuelves de Madrid. El calor es una cosa y la calor, otra bien distinta.
Todo lo que sentimos cercano, familiar, casi maternal, lo feminizamos. La gente de la costa hace lo mismo con el mar. En Cádiz, en Málaga o en La Coruña no se echan los hombres al mar, sino a la mar. La mar como madre de tantas cosas. Por qué me trajiste acá, por qué me desenterraste del mar, decía Alberti, para gritar a continuación: “¡El mar! ¡La mar! ¡Solo la mar!”...
Hay que ver la calor que hace, decía mi abuela abanicándose en aquella mecedora en los tiempos en que el aire acondicionado era un concepto casi de ciencia ficción. Y la que está por venir, añadía mi abuelo mientras sacaba del cubo del pozo otro higo de penca para darle tres cortes precisos con su navaja de la vendimia y ofrecérmelo a mí como un manjar, y yo lo cogía con mi manita de niño atemorizado con las pullas... En aquella época hacía la misma calor que ahora, con la diferencia de que no nos daban la brasa con la plana realidad de todos los veranos convertida en noticia.
Hacía calor y punto. Poníamos una bolsa de plástico en el desagüe del patio y lo regábamos con la manguera hasta que uno se hacía la ilusión de estar nadando en el Amazonas solo porque se arañaba la barriga en las baldosas sueltas alrededor del limón... Uno se iba por la sombrita y ya está. Yo me subía al Pandita que tenía Antonio Vidal cuando se hizo diácono y llegábamos casi sin rozar la tapicería -él tocando el volante apenas con las puntas de sus dedos- a alguna boda que hubiera que oficiar en Los Remedios... El sofoco de los coches olía siempre a ambientador de pino.
Mañana o pasado estaremos ya en los cuarenta grados, que no deja de ser un número tan singular que simboliza siempre la exageración de la tierra. Cuarenta. Uno pronuncia cuarenta, con intención, cuarenta, y empieza a sudar de solo imaginarlo. Los cuarenta años del pueblo de Israel por el desierto, donde Cristo pasó cuarenta días de penitencia. Cuaresma de cuarenta. Cuarenta de castigo. Cuarenta grados centígrados. Los cuarenta ladrones.
Hay que meter los geranios. Pero la tele nos dará la lata sin agua con la necesaria hidratación. La calor es muy cansina.