«‘Pararse’ ahí, que he visto un árbol con chaleco»

La Encina de los Perros es uno de los cinco Monumentos Naturales de la provincia. Un árbol tan colosal como ignífugo

06 jun 2015 / 13:56 h - Actualizado: 06 jun 2015 / 14:07 h.
  • «‘Pararse’ ahí, que he visto un árbol con chaleco»

{«¡Quillo! Un árbol con chaleco. Pararse ahí». La orden imperativa del abuelo Canilla era como aceite para espinacas: respiro cuando el terreno se elevaba y el ritmo de mis compañeros de ruta ciclista –Canilla y Juanfran– exigía más brío al velocípedo. Servidor, tan ciclópeo amante de la geografía como de los rincones provincianos, no se coscó del emplazamiento de tan oportuna paraíta, que era ni más ni menos que frente a uno de los cinco únicos Monumentos Naturales, en mayúscula porque es una declaración oficial, que atesora el territorio sevillano. Quizás fuera producto de que la sangre que bombeaba mi casi taquicárdico corazón estaba más preocupada de regar mis piernas que al cerebro.

El caso es que lo que tenía delante de mi era un gigantesco árbol, ridículamente protegido por una suerte de prenda de vestir, parecido a un mono, hilada con patchwork de lana multicolor y que bien podría decirse que iba a la moda de las blusas de tres cuartos y el pantalón pesquero. El árbol plantaba sus raíces en una finca privada, tímidamente protegido el acceso con una alambrada mohosa, muy destensada. Fuera de la cerca un cartel con membrete de la Junta rezaba: Encina de los Perros. Solo ahí, primer aliento despachado, caí que estaba en El Álamo.

El curioso traje es símbolo de una reivindicación local que exige cuidados para este espécimen único. Lástima que los políticos pasen poco por aquí, se me ocurrió pensar mientras me explicaban. La realidad es que la Sierra Norte de Sevilla está a tiro de piedra. A 20 euros de combustible. Y los hay que para retirarse del mundanal ruido huyen a balnearios salmantinos u horteras espás de mucho mármol y más granito. Pues la cátedra del relax se imparte en El Álamo, concretamente, sentado, trasero sobre tierra fresca y pared reposada en el térmico corcho, bajo la copa descomunal de esta encina milenaria. Las cifras del arbolito son de libro Guinnes: 18 metros de alto, 28 de diámetro en su zona más ancha, hasta ocho metros y medio de perímetro del tronco en la base y lo que más interesa, 600 metros cuadrados de sombra. Ahí es nada. De hecho, para los vecinos no es solo un vegetal inmenso «que la gente viene a ver», sino un actor principal en la vida de esta aldea de El Madroño. «Aquí venían las parejitas antiguamente a cortejarse». Y luego volvían, si la cosa medio cuajaba, «para prometerse», me contó fantasiosa una lugareña, a la que los ojos le hacían chiribitas con el recuerdo de la batallita. Al parecer, bajo esta encina no solo mendigaban el arrumaco los romeos alameños, sino que incluso celebraban el sí quiero. Antiguamente era el lugar donde todo el pueblo disponía de un espacio gratuito, con aire acondicionado y vistas, para darle a la BBC, o sea, al bodas, bautizos y comuniones.

Pero lo anterior no es más que una leve anécdota comparada con la historia que hace legendario al viejo chaparro. Aunque su trascendencia como punto casi neurálgico local es tan antigua como el propio asentamiento, la encina ganó fama hace poco, por ignífuga. En pleno verano de 2004, por la misma altura de año que hoy corre, un terrible incendio devastó 30.000 hectáreas de esta comarca que une la sevillana Vía de la Plata con el onubense paisaje del Río Tinto. Y sin embargo La Encina de los Perros se mantuvo en pie. Echando bellotas. Me quise atar al tronco cuando oí el relato. Ya se sabe que quien a buen árbol se arrima, buena sombra se cobija... Y además, hubiera dado cualquier cosa por no seguir pedaleando. ~