El palaciego Quique Ramírez trabajó en varios bares antes de convertirse en barista, pero entonces era solo un camarero que servía café. Ahora sí es barista, al margen de su propio bar, porque, más que servir café, conoce el café que sirve, desde la planta hasta la taza. Además, especializado en su pasión, ha iniciado ya una carrera de concursante en campeonatos como el de Andalucía, al que acudieron el mes pasado solo siete baristas como él, o mejores, porque «pagué la novatada y me vine sin premio».
Sin embargo, este primer intento le ha servido para coger impulso en una travesía que ya no piensa abandonar, la de propagar las excelencias del café especial, es decir, de los mejores cafés del mundo que no son precisamente los más comerciales que tuestan las multinacionales, sino los cada vez más abundantes granos tostados por microtostadores en los lugares más inesperados, incluso de nuestra propia España: Osuna, reino Taifa del barista más célebre de nuestro país, Mr. Chava, que ganó el primer gran concurso de baristas a nivel nacional «y que es un generoso compañero al que se puede llamar por teléfono para cualquier duda»; Dos Hermanas; Badajoz...
«No es solo importante quien te lo tueste, sino el origen del café», advierte este barista palaciego que ha popularizado en los últimos meses los talleres de iniciación al café para 10 o 15 personas. «La mayoría son estudiantes de hostelería o camareros», que desconocían que un café tuviese tanta historia. O tantas historias, como la que él eligió para el concurso andaluz. «Yo me llevé café de El Porvenir, que es una pequeñísima finca colombiana rodeada de vainilla y plataneras, y cuyo dueño se negó a abandonar el café a pesar de tantas ofertas suculentas de otras producciones y negocios».
Quique lee cualquier café con el paladar. «Esto me huele a naranja y a caramelo», dice tras sacar la nariz del vaso cuyo fondo contiene la mejor esencia de un café de Ruanda. «La mayor parte de la cafeína está en el último tercio que te sirven normalmente», explica mientras reparte el contenido de café que expulsa su máquina durante 35 segundos en tres vasos distintos. La diferencia es tan notable como preocupante. «A la gente hay que educarla sobre lo que bebe, aunque tampoco hay que adoctrinar», reconoce, mientras huele otro café. «Vainilla y té rojo», asegura, y explica: «Las notas de aroma diferencian los cafés porque las plantaciones están rodeadas de otros cultivos o fueron esos otros cultivos los que se sembraron en la misma tierra con anterioridad».
La especialidad de los cafés que preparan los baristas como Quique no radica solo en que no sea un torrefacto (tostado con azúcar, como la mayoría) o un robusta, el más usado para la fabricación de los solubles, instantáneos o mezclas (más rentable y resistente), sino en que, sea de la especie arábica –la mejor– o no, se importe en verde desde sus países tropicales de origen (con recolectores que no sean niños, y salarios justos) y sean tostados y comercializados salvaguardando la máxima calidad. «Pero eso implica muchas veces que el kilo de café te cueste un dineral y termines hasta perdiendo dinero», advierte Quique, que esta semana ha tenido café de Uganda y la semana que viene repetirá con Etiopía, el origen de todos los cafetales del mundo, que ya ha organizado decenas de cooperativas de mujeres recolectoras. «Algunas de ellas están en riesgo de exclusión social y ese empleo las está salvando», dice satisfecho el barista palaciego, entusiasmado con las diversas historias que hay detrás de cada saco de café que compra semanalmente, aunque toda la variedad de cafés que se despacha en su bar, Café Hollywood, oscila entre los 1,5 y los 2,5 euros la taza. «Estoy impaciente por que me llegue un café de Hawái, nunca lo hubiera imaginado», dice sonriente, mientras alguno de sus trabajadores, al otro lado de la barra, prepara un café con filtro. Cada semana un café con una historia distinta: uno de Brasil, otro de Burundi, otro de Costa de Marfil, otro de El Salvador, o de Honduras, adonde les gustaría viajar el próximo año a Quique y su mujer, Irene, para ver el origen de todo y «preguntarle a algún viejo recolector por qué coge ese grano y no aquel».
En su establecimiento, en el barrio palaciego de El Pradillo, junto a la emblemática torre del agua –un depósito de impulso del agua en desuso donde se proyecta un mirador hacia las marismas del Guadalquivir–, la clientela pide ya cosas especiales, porque la educación cafetera va calando. Quique no calla ni bebiendo café. A veces, ni preparando un latte art con esa microespuma que hace las delicias de entendidos y profanos.
Actualmente, más de 25 millones de fincas familiares en unos 80 países del mundo cultivan alrededor de 15.000 millones de cafetos, cuya producción termina en los 2.250 millones de tazas de café que se consumen a diario. Pero no todos tienen el mismo sabor, ni la misma historia, ni te los sirve un auténtico barista. Aunque estés en un bar