El kiosco de las transiciones

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
21 may 2017 / 21:33 h - Actualizado: 21 may 2017 / 21:37 h.
"Periodismo","Juguetes"
  • Jerónimo, delante de su kiosco que sigue vendiendo periódicos y revistas, además de chucherías. / Á.R.
    Jerónimo, delante de su kiosco que sigue vendiendo periódicos y revistas, además de chucherías. / Á.R.

Jerónimo Albarrán padre, el que abrió el famoso kiosco de la General en Los Palacios y Villafranca –como se conocía a la travesía de la N-IV por el corazón del pueblo–, no montó el tenderete directamente cuando dejó de trabajar para Perico El Chirlo, sino que puso solamente una chapa de la que colgaban tebeos de la época. Corría el año 1976, Franco acababa de morir, el periódico El País temblaba en cambio de recién nacido, y en los ayuntamientos no había calado aún la transición del régimen a las democráticas estructuras. El kiosco de Jerónimo se convirtió muy rápido en un punto de referencia incluso geográfico dentro de la localidad, «en una especie de parada para la gente que iba a Sevilla o a los poblados de la marisma», explica Jerónimo hijo, que recuerda cómo mucha gente «quedaba aquí para que la recogiese en coche algún familiar o vecino al pasar». Era la época en que solo había una gasolinera en el pueblo, y estaba al lado del kiosco, y todo el mundo la llamaba El surtidor...

Jerónimo padre había llegado sin un duro desde la localidad gaditana de Olvera y se había casado con una chica palaciega. Por aquel entonces tenía ya dos o tres chapas, no una sola, y al poco tiempo colocó el techo que convirtió su tenderete en algo mucho más parecido a un kiosco. Entonces pudo empezar a vender prensa. «Yo recuerdo de chico que se vendía mucho el periódico Ya», dice Jerónimo hijo, el responsable, desde que murió su padre hace cinco años, de este establecimiento que es un auténtico símbolo de la transición en este pueblo en el que solo a partir de entonces se generalizó la compra de periódicos y revistas. Hubo una época –la gran época del papel, antes de que irrumpiera el meteorito digital que ha dado para otras transiciones– «en que aquí ganamos mucho dinero», confiesa Jerónimo. «En mi casa hemos podido vivir de esto, pero ya la cosa empezó a ir peor, como todo», cuenta mientras se le acerca un cliente para llevarse dos periódicos dominicales elegidos de entre todas las cabeceras que se muestran bajo las chucherías, ya más abundantes que los rotativos.

Desde hace unos años, el kiosco de Jerónimo ha alcanzado nueva celebridad en otra transición reversible: la de la nostalgia por el tiempo perdido que tuvo también sus propios objetos, que vuelven... Así, cada temporada se reúnen en torno al establecimiento decenas de chiquillos acompañados de sus padres para intercambiar los cromos de la Liga de Fútbol. En mesitas playeras, se llevan a cabo las negociaciones que apasionan a veces más a los mayores, que son quienes establecen normas como tres cromos a cambio de un galáctico o diez céntimos por cartita que no se tenga... También se han organizado ferias del libro antiguo, con material del propio Jerónimo y otros amigos que han puesto tenderetes con auténticas joyas de coleccionistas.

Ayer mismo se organizó aquí una exposición y venta de juguetes antiguos que duró toda la jornada. Había Mercedes-Benz de juguete –teledirigidos pero atados a un cable– que costaban cien euros, pero también muñecas de otra época, indios en paquetitos, juguetes de mesa de hace casi medio siglo, caballitos de cartón, alcancías, recortables, camioncitos, yoyós o libros de héroes olvidados... Los niños lo miraban todo con el asombro de ver a sus padres heridos de melancolía.

«En realidad todas estas cosas las tenía ya mi padre», recuerda Jerónimo, «que me enseñó a hacerlo todo con la mano izquierda», porque Jerónimo padre tenía la mano derecha inutilizada como un Cervantes también ingenioso en la cultura de lo popular por entregas, de los libros curiosos, de las enciclopedias raras, de los cuadernillos de caligrafía, las novelitas de Corín Tellado y las fábulas infantiles.

Todas esas exquisitas rarezas han sobrevivido a las revistas de los años 90, que «ya no me interesan porque no son negocio», dice ahora el último de los jerónimos, «dándole vueltas todo el día al coco para innovar» a partir de todos los resortes que pinchan la añoranza de quien solo pasa por aquí.