Hace un cuarto de siglo, los padres que ayer revoloteaban con sus móviles insatisfechos para fotografiar a sus hijos vestidos de costaleros o a sus niñas de flamencas por la magna procesión de siete pasitos que rodeaba la feligresía del barrio de La Almazara eran los que aprendían a meter la morcilla en su costal, los que se disciplinaban bajo la trabajadera y la izquierda alante, los que trompeteaban las marchas de la Semana Santa de los mayores con la boca.

La diferencia era ayer –veinticinco años después de que la tertulia cofrade El Último Varal institucionalizase estos desfiles en plenas Cruces de Mayo y continuase con la tradición la hermandad de La Borriquita– que ahora los pasos no son un palé de melones con tela del arca, ni los chiquillos van solos en plena siesta imaginando una procesión de veras, sino que protagonizan un auténtico evento local en el que participan miles de vecinos admirados de su talento precoz, con media familia pendiente de cada cofrade en miniatura, con la sección infantil de la banda de música Fernando Guerrero –y su escuela de música– entregada a la causa y hasta con la colaboración del Ayuntamiento que dispone a la Policía Local abriendo el cortejo y que entrega diplomas a los centenares de chiquillos participantes.

La procesión de los pasitos infantiles ha llegado a su máximo apogeo en Los Palacios y Villafranca, aunque las Cruces de Mayo –que terminaron ayer– vayan a menos, la mayoría ya en manos de hermandades o de bares, precisamente porque ya el pueblo no es el mismo de aquel en el que, hace un cuarto de siglo, la cruces integraban a los vecindarios.

El cortejo salió ayer de la capilla de la Entrada Triunfal de Jesús en Jerusalén al mediodía. Las calles no tardaron en abarrotarse de palaciegos enternecidos al ver a cuadrillas de hasta treinta costaleros que aún no han entrado en Primaria, capataces a los que había que aupar para que llegasen al martillo, contraguías que sudaban su responsabilidad bajo el trajecito de chaqueta. Los niños de antes son ahora los padres, que contribuyen no solo a la organización, sino a los ensayos para que las revirás de cada esquina se tomen totalmente en serio y a los pasos no les falte detalle al margen de la cruz vacía tras la festiva Resurrección: el monte de flores, los candelabros, el pan de oro simulado, los respiraderos o las maniguetas. Todo parece de veras gracias a cofrades tan implicados en sus respectivas hermandades como en este evento primaveral: José Antonio Gallardo, Francis Maestre, José Antonio Navarro, Enrique Angulo, Javier Antequera, Antonio Lunares, Pepe Coto o Enrique González, entre otros. Porque en la procesión que organiza la Hermandad de la Borriquita «hay gente de todas las cofradías», según explicaba ayer este último, satisfecho del nuevo auge que ha tomado la tradición coincidiendo además con sus bodas de plata. No en vano, los pasitos proceden de barrios diversos. Tal vez el más destacado es el que montan los amigos del populoso bar El Moli, en el Pradillo. «Ese paso avanza mejor que algunos de verdad», comentaban algunas abuelas que ejercían de penitentas, con una vocación desmedida por sus nietos que no disimulaban.

La magna procesión de ayer no ha sido la única en torno a las Cruces de Mayo del pueblo, pues varios colegios han organizado sus propios desfiles en los últimos días, e incluso cada hermandad saca ya un paso a la calle con toda la seriedad que les proporciona la conciencia de que «esta cantera es la que nos garantiza el futuro», como comentaban algunos cofrades en corrillo ayer, mientras un grupo de chiquillos discutían, ansiosos, porque les tocaba a ellos hacer el relevo bajo el paso.