El Torbiscal, donde la tierra produce y calla

Una de las mayores fincas de la provincia mantuvo hasta hace unos años un poblado donde vivían 200 trabajadores con sus familias

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
14 oct 2016 / 15:40 h - Actualizado: 14 oct 2016 / 15:55 h.
"Infraestructuras","Más allá de ciudad"
  • La iglesia de El Torbiscal rodeada de casas abandonadas y prácticamente en la ruina. / Á.R.
    La iglesia de El Torbiscal rodeada de casas abandonadas y prácticamente en la ruina. / Á.R.
  • El teatro aún mantiene el escenario y la butacas, aunque los vándalos han causado destrozos. / Á.R.
    El teatro aún mantiene el escenario y la butacas, aunque los vándalos han causado destrozos. / Á.R.
  • Las calles de El Torbiscal se han llenado de jaramagos. / Á.R.
    Las calles de El Torbiscal se han llenado de jaramagos. / Á.R.

Un gato zigzaguea entre los matorrales y jaramagos que disimulan las calles de El Torbiscal, amalgamándolo entre la naturaleza bravía que campa a sus anchas por este poblado ruinoso porque no puede hacerlo por los cultivos que lo rodean, cuidados por los trabajadores de la sociedad José Manuel de la Cámara SA, cuyo gestor sobrino nieto de quien da nombre a la empresa, José Luis Pablo Romero Delgado (61 años), trabaja a diario en la oficina del cortijo, situado a menos de un kilómetro de allí, al otro lado de la N-IV.

A este lado –entre los términos municipales de Utrera, Las Cabezas y Los Palacios–, el gato salta, se encoge, vuelve la cabeza y huye por los vericuetos del silencio raro que parece oírse, pardo y pegajoso, por todas estas calles salpicadas hace unas cuantas décadas por la algarabía de los chiquillos yendo a la escuela, el guirigay de sus madres saliendo del economato o de todas las familias en la puerta del cine, porque de todo hubo en El Torbiscal cuando había vida, hasta esa alegría pequeña de la cotidianidad y esa esperanza grande de los sueños amasados en el terrón. Hoy solo se respira un silencio agachapado y burlón, celoso de toda esa época en la que el poblado fue un modelo social en el que los agricultores vivían junto a las tierras que trabajaban y cuyos hijos tenían la escuela al lado de casa, la iglesia enfrente, la piscina al fondo, la farmacia en la esquina, el consultorio en el postigo, las becas para seguir estudiando en manos del dueño de todo, un patriarca de la familia José de la Cámara desde 1892, de generación en generación.

En 1952, el Instituto Nacional de Investigaciones Agronómicas ponía estas 2.600 hectáreas 1.000 de secano como ejemplo de innovación con un estudio sobre las 9 especies de trigo con las que experimentaban sus peritos e ingenieros. En los años 60, pese a ciertos conflictos sociales, en el poblado seguían viviendo unas 200 familias. Fue, sobre todo, a partir de los 90 cuando se inició el éxodo ineluctable: primero dejaron de venir maestros porque no había suficientes niños, luego dejaron de venir autobuses porque había menos niños aún para llevarlos a las escuelas de los pueblos cercanos, y finalmente dejó de haber niños.

«Esa fue la principal razón del despoblamiento», dice uno de los 25 trabajadores de media que se ocupan hoy de los cultivos, que continúan. La mayoría, algodón y girasol. Pero también hay olivares, y terrenos dedicados al maíz y al trigo, a la colza y al tomate industrial. «En las temporadas fuertes llegan a trabajar aquí cien personas», asegura. Vienen de Las Cabezas y Los Palacios, sobre todo, pero también de Utrera y de poblados como El Trobal, Trajano o Guadalema. Muchos son parientes de quienes trabajaron en El Torbiscal toda la vida.

«Se han dicho muchas mentiras», dice otro empleado que tampoco da su nombre, dado que don José Luis –como llaman al gestor– no ha querido hacer declaraciones. «Pero ya quisieran trabajadores de otras empresas haber tenido el convenio de aquí, de donde han salido médicos y arquitectos gracias a los estudios que empezaron cuando eran niños en El Torbiscal», insiste. En rigor, pueden existir tres versiones de la historia de este poblado, que ha durado poco más de medio siglo: la de quienes lo ocuparon a finales de los años 40, la de quienes vivieron toda su vida allí, y la de quienes solo vivieron su infancia, «porque la vida cambió, porque a la gente le daba miedo tener a sus hijos lejos y ya no quería vivir aquí, porque la mecanización del campo menguó la mano de obra», como apuntan algunos trabajadores. En los años prósperos, también hubo ganadería, «y cochinos y gallinas», como recuerdan quienes allí vivieron, «y se le vendía a la gente de por aquí cerca».

En la última década, cuando en el poblado solo vivía un par de familias, hubo negociaciones entre la propiedad y el Ayuntamiento de Utrera para su conservación, pero no llegaron a buen puerto. El Consistorio ha conseguido que se conserve la iglesia y el teatro, pero el viento de la destrucción y los gamberros continúan implacables. Quienes vieron pasar sus vidas por delante de estas casas coquetas no soportan ahora este abandono, porque les duele, aunque lo comprendan: estas puertas abiertas a la carcoma y a la nostalgia, estos salones cubiertos del friso de la época, estas cocinas donde se congeló el olor del último guiso alrededor de la bombilla, estos baños arruinados de la memoria, estos patios conquistados por las higueras voraces, estas imprevisibles y verdaderas ganas de llorar.