Francisco Cid y Juan Manuel Begines, la pareja de funcionarios escritores de Los Palacios y Villafranca que en la última década ha parido cinco sabrosos libritos sobre la idiosincrasia local, resumida en el concepto de la Manchonería (de manchón, pequeño trozo de tierra que cada manchonero o pequeño agricultor ha tenido el orgullo de cultivar por estas lides, frente a los latifundios de municipios vecinos), acaba de dar a luz una sexta entrega de su ingenio: La gata Lola, que lleva por subtítulo El cuento del Castillo.
Se trata, en efecto, de un cuento con trazas de obra infantil pero basado en el origen del municipio como tal, o al menos del pueblo más antiguo de los dos que forman actualmente el largo nombre de la localidad: Los Palacios, pues el nombre le viene de un pequeño palacio que el rey Pedro I El Cruel (o el Justiciero) mantenía en un pequeño alcor a la orilla de la marisma en pleno siglo XIV. No será hasta el siglo XVI cuando surja Villafranca (de la Marisma), una villa franca dependiente de la ciudad de Sevilla y que se conforma alrededor de Los Palacios para, con el paso de los siglos, terminar constituyendo un solo pueblo en 1836. Precisamente este año se han celebrado los fastos del 180º aniversario de esa unión. «Desde siempre, históricamente, se ha puesto el foco en la unión», recuerdan los autores de este simpático libro a caballo entre el cuento infantil y la obrita de teatro. «Pero nosotros hemos querido ir al origen de todo».
El origen del palacio, o del castillo que era como un palacete para cuando viniera el rey a cazar patos a la marisma. O su mano derecha. O el hijo de su mano derecha, Fernán González de Medina, a la sazón alcaide de los Reales Alcázares de Sevilla, cargo que seis siglos después ostentaría el palaciego Joaquín Romero Murube.
El protagonismo de este Fernán González es providencial en el libro, pues es el dueño de este palacio que da nombre al pueblo y en el que en 1391, cuando la Revuelta antijudía que se hace especialmente cruenta en Sevilla, cobija a su nodriza, que en el librito se hace llamar Rajel y que trae con ella a toda su parentela hebrea: su hijo, su nuera, sus cinco nietos y hasta la gata de la casa, Lola. «Quizás las gatas no se llamen todas Lolas, pero las Lolas son casi todas gatas, porque para ser Lola hay que ser gata, o por lo menos, medio gata», se afirma en los primeros capítulos, al presentar al mágico animal protagonista. Con una historia trufada de ficción, irán desfilando por la historia otros animales como el pato Furraquito (en honor al castizo barrio del Furraque), la lagartija Palenquina (por el Palenque donde antaño se vendían frutas y verduras de la tierra) o la cabra Malacaté (por el antiguo depósito de agua conocido como Malacate). La fabulosa pandilla de bichos, además de entender y hablar como los humanos, tienen el poder de aparecer y desaparecer, con el que espantan a los granadinos cuando intentan en el final de la historia conquistar Los Palacios.
Sin embargo, el argumento del libro no es tanto cómo estos animales ahuyentan a los moros del Reino de Granada, cuya frontera llegaba hasta prácticamente este castillo, o el de Las Aguzaderas (en El Coronil), amén de otras torres de vigilancia como la del Águila, del Bollo o Lopera, sino cómo la familia del aya judía de González de Medina (una licencia poética) y otras cincuenta familias más a las que da permiso el rey castellano Enrique II para venirse a vivir a Los Palacios fundan este pueblo, en la frontera entre moros y cristianos y en la confluencia cultural que habría de regalar un carácter tan abierto y acogedor a sus habitantes desde entonces.
El libro está trufado de un sentido integrador de las culturas y de buen humor. «Lo ideal es que sea leído por los chiquillos pero acompañados por sus padres», recomiendan los autores. El grupo de animales que la gata Lola se encuentra en el castillo –hoy desaparecido en Los Palacios, convertido en unas casas particulares que conservan internamente parte de la muralla– se hacen llamar los Busitos –por el Bú, una especie de divinidad-, cuya misión es calentar a los Tirantes –«los que tiritan de frío»–, que son «las personas envidiosas, metepatas, criticonas, liantes, malpensadas, pelotas, pelusas, chivatas, con mala uva, sembradoras de cizaña».
«El relato es una poderosa herramienta de transmisión de valores», asegura Inés Sivianes, maestra del pueblo, autora del prólogo e ilustradora de la obra, junto a Chari Bernal, José Antonio Fernández, Antonio Moguer o el pintor local Eduardo Ponce. La mayoría de las Ampas de los colegios han comprado ejemplares. «Ahora solo queda que los maestros trabajen la obra en las clases», se esperanzan Cid y Begines, sorprendidos también de que «en todo el pueblo no haya una sola calle o referencia a su fundador, Fernán González de Medina».
Más allá de la fantasía, el libro incluye una bibliografía rigurosa en la que se basa el cuento, facilitada por el historiador local Fernando Begines, «que fue quien nos puso sobre la pista de toda esta historia, que es la nuestra», reconocen los autores, que acompañaron al también profesor del Aula de la Experiencia (de la Universidad de Sevilla) en la sede local a una excursión por los castillos y torres de la zona que terminó por inspirarles esta nueva entrega «para zagales chicos y niños grandes».