Mariquita Fermín: una señora con un siglo de felicidad
La palaciega María Maestre Estévez va para 101 años, pero nadie lo diría, ni siquiera ella después de una vida plena de la que “no me puedo quejar” y de la que no tiene pensamiento de despedirse. Hace solo unos días, ha decidido lucir canas porque le cuesta inclinar la cabeza cuando el peluquero llega a casa
Si en Los Palacios y Villafranca alguien pregunta por María Maestre Estévez, nadie la conocerá, porque esta señora de la calle de la Aurora, de misa diaria y coqueta desde que vino al mundo el 26 de octubre de 1918, dos semanas antes de que terminara la I Guerra Mundial, adoptó como eterno apelativo el nombre de su marido, Fermín Alonso Bobillo, un caballero al que jamás vio nadie sin su traje de chaqueta y su pisacorbata y que acostumbró hasta casi el último de sus días a llevarle a su señora el desayuno a la cama. “Tengo que acordarme de Fermín todos los días porque era especial”, reconoce ella ahora, viuda desde 1994 pero emprendedora de la felicidad, creadora de una enorme familia sin haber parido jamás. “Y sin embargo tengo hijos, nietos y bisnietos y aquí no falta nunca nadie; me tienen en la gloria”, sentencia ella desde el sillón principal de su infinita casa sombreada.
Tal milagro es posible porque a su casa, en cuya última parte siempre vivió alguna familia necesitada, se vino a vivir su ya difunta prima Isabel, que sí tuvo hijos y cuya parentela continúa sobrevolando un hogar repleto de recuerdos en torno a “La Madrina”, como la llaman las hijas y los hijos de su prima, los maridos y las esposas de sus sobrinos y sus sobrinas, los hijos que han tenido con el tiempo y los hijos de sus hijos... “Mi madre tuvo otra niña, a la que también le puso Isabel, por cierto, pero que se murió muy pequeñita, así que al final yo fui hija única”, recuerda desde su salón esta palaciega que no solo nació antes que ninguno de sus paisanos vivos, sino que recuerda aquellos años de su infancia, recién llegada la luz eléctrica a un pueblo que aún se inundaba cada invierno con las crecidas desde la marisma, con una nitidez envidiable.
A Fermín lo conoció después de que él -que había nacido en el seno de una familia pudiente de Sevilla enamorada del pueblo- se instalara en la casa en la que han vivido toda la vida. “A él le compraron sus padres esta casa, que era mucho más vieja que ahora, claro”, recuerda Mariquita Fermín con esa ingenuidad edificante de los mayores orgullosos del hogar moldeado a su manera, y en ella se instalaron después de casados y después de la guerra con su cuñado, soltero y también funcionario del Ayuntamiento, cuando en la Casa consistorial de Los Palacios y Villafranca no había más de trescientos trabajadores como hoy, sino tres. “Uno era mi marido y el otro su hermano”, cuenta la señora de Fermín, contenta, más de un siglo después, de la vida que ha llevado, “de la que no me puedo quejar, la verdad”.
Con Fermín terminó de aprender a ser una señora. “En casa de sus padres siempre habían tenido criada”, recuerda Maribel, una de sus sobrinas. “Una de ellas fue la cantante Estrellita Castro”, apunta, y añade: “Y ella siempre ha vivido también con dos criadas en esta casa”. “Su cuñado Antonio conservó siempre con orgullo la invitación a una boda, ¿verdad?”, la sonsaca. Y Mariquita responde: “Sí, fue invitado a la boda de Alfonso XIII”.
Festiva y benefactora
Mariquita Fermín no se ha perdido una porque le gustaban todas las fiestas: desde El Rocío, que hacía con caminos de ida y vuelta incluidos, hasta la Romería de San Isidro, pasando por la feria. “El día que nos casamos Fermín y yo nos fuimos a la Feria de Sevilla”, rememora en una trampa de la nostalgia. “Fuimos a un hotel que ya habíamos apalabrado para soltar las maletas y nos plantamos luego en el real, yo vestida de gitana, del brazo de él”. La feria de entonces se instalaba en El Prado. “Dos días después nos fuimos a Granada y visitamos la Alhambra”. Era 1944 y su paisano Joaquín Romero Murube había dado unos meses antes el Pregón de Semana Santa de la capital.
En el pueblo de entonces, “la gente” desconocía “la comodidad de vivir”, como habría de escribir Romero Murube en Pueblo lejano, publicado por primera vez en 1954, el año de la nevada, cuando Mariquita y Fermín vivían en la flor de sus días metódicos rematados con una cena en el Casino o, más tarde, en el Rincón de los Lirios... “Pero Fermín ayudó a mucha gente, arregló muchas pagas, muchas jubilaciones, muchos papeles, y siempre desinteresadamente”, recuerda su señora. “Por aquí vino mucha gente a que Fermín le arreglara lo suyo, pero luego no vino nadie a darle las gracias”, se queja, “salvo uno de los Peteneros, que le trajo, después de que le dieran su primera paga, una botellita de vino dulce y a Fermín se le saltaron las lágrimas de emoción”.
Era la misma época del legendario cura Don Juan Tardío, “que a mí me decía a veces que tenía que ir al Cerro, a socorrer a esta o a la otra familia”, recuerda. “Entonces yo le decía que me iba a cambiar de ropa y de zapatos, porque entonces tendrías que haber visto el fangal que era aquello”, dice, “y Don Juan me respondía que yo viera la manera pero que fuera”...
Medio siglo después, Mariquita Fermín tiene ahora tres preocupaciones cotidianas: “que la muchacha me riegue bien las plantas del patio”; “estas canas que yo nunca he tenido”, como en efecto confirman sus sobrinas, “hasta después de Semana Santa, que ya le ha empezado a costar mucho doblar la cabeza hacia atrás y se llenó toda de tinte cuando vino el peluquero”; y “que me duelen las piernas al andar y tengo que estar todo el día sentada”. “Tienes las canas preciosas”, la animan en casa. Pero ella se siente rara, “que no soy yo”, dice.
“Muy feliz”
Si se le pregunta si ha sido feliz a lo largo de su vida, ella advierte de inmediato el pretérito y replica, convencida: “Que he sido no, que soy muy feliz”. Uno está seguro de que no es un cumplido, obnubilado ante esta señora que no solo parece muchísimo más joven por la tersura de su piel, su sentido de la estética o la lucidez de su conversación, sino sobre todo por esa sensación apabullante de que uno no está hablando con una anciana –porque las ancianas hablan de una forma determinada-, sino con una mujer absolutamente contemporánea cuya complicidad en la mirada acuosa de sus ojillos centenarios te envuelven a la caída de la tarde...