Santiago de Compostela y Sevilla quedan unidas por la Vía de la Plata, la ruta con que los peregrinos recorren la península de sur a norte hasta llegar a la tumba del santo. Un itinerario donde la hospitalidad se hace más que patente y no faltan lugares para reponerse de los estragos de la dura caminata. Son los albergues para peregrinos, alojamientos de variadas tipologías. Y entre todos ellos, los usuarios destacan el de Castilblanco de los Arroyos.

Ubicado tras la conocida Casa de la Sierra, es un remanso de silencio y paz, así como una atalaya con inmejorables vistas. Ofrece 30 camas, baños y duchas independientes y separadas por sexos, cocina, salón comedor y una lavadora que no cesa de funcionar. Fue inaugurado en noviembre de 2001, y abre ocho meses al año. Mientras permanece cerrado, el Ayuntamiento aprovecha para realizar mejoras. «Tiene de todo, pero de manera básica, aunque intentamos aportar más», explica Jesús Romero, concejal de Turismo. La estancia no se cobra, los peregrinos aportan un donativo voluntario, con el que se cubren los gastos diarios así como el mantenimiento del edificio y las mejoras. A través del libro de visitas se registran sus opiniones, que luego se transforman en mejoras de la instalación y el servicio.

Las guías lo recomiendan. Las valoraciones de los usuarios lo han situado como el cuarto mejor de la Vía de la Plata en la Gronze. Un importante reconocimiento que confirma la dedicación municipal a este alojamiento, así como la hospitalidad local –también se valora la existencia de comercios, bares y la exquisita atención– y por supuesto la imprescindible figura del hospitalero. Es a través de la asociación de Amigos del Camino que cada 15 días llega un voluntario para recibir a los peregrinos. «El hecho de que alguien te atienda es una gran ventaja», asegura Romero.

De procedencia internacional, contribuyen al mantenimiento del camino aportando colaboración y ayuda. El hospitalero informa de las condiciones de la etapa y los horarios adecuados, advierte sobre qué llevar –agua, fruta–, ofrece cuidados básicos –como el tratamiento de las inevitables ampollas en los pies de los caminantes–. Esta imprescindible figura para el buen funcionamiento del albergue la ha inaugurado en esta temporada Manuel Ortiz. Lleva cinco años desempeñando esta labor. Deja casa y familia en Montellano para ejercer voluntariamente durante 15 días, sin más retribución que la satisfacción personal. Asegura que «estoy devolviendo al camino lo que previamente me ha dado». Porque esta peregrinación es una vivencia que cambia, abre la mente y transforma a la persona. «Es vital hacer el camino, más que hacer el curso de hospitalero».

Se abrió el 1 de marzo con 15 peregrinos, y en apenas 10 días de funcionamiento se roza el centenar. Salvo los meses de más calor, la media diaria se mantiene, sumando en torno a los 5.000 alojamientos por temporada –que concluye a final de octubre–.

El goteo de peregrinos es continuo. De Suiza, EEUU, españoles... Karin de Haat es holandesa, y aunque este es su tercer camino, es la primera vez que pernocta en este albergue. Destaca que, a parte de las buenas instalaciones, lo mejor es que «el hospitalero es muy simpático».

Friedrich Franz y Thau Erich son alemanes. Únicamente conocen de nuestro idioma las palabras «vino, cerveza, fino, pan y jamón», ríen. Y aunque lo parezca, en el Camino de Santiago y en este albergue el idioma no es un problema. «Siempre alguno sabe y hace de traductor», explica Manuel. «Aunque lo mejor es mirar a los ojos. Apoyada con gestos, la comunicación surge sola». Así se desenvuelve en la atención, y con todos los peregrinos se entiende.

«El camino es totalmente seguro», afirma. Y con esa tranquilidad lo transita Christine Briere. Procedente de Reunión, isla vecina de Madagascar, explica en un fluido castellano con acento francés que «estoy acostumbrada a viajar sola, es bonito y no me da miedo. Se encuentran siempre personas que ayudan, y albergues limpios y tranquilos como este».

El concejal asegura por su experiencia en el camino y como gestor del albergue que «no hay peregrinos tristes. A pesar del cansancio siempre muestran una sonrisa». Y quien mejor lo ilustra es Clara Morrissey. Irlandesa de ojos azules y piel sonrosada por el sol, igualmente hace el camino sola, casi por enésima vez, como muestra su credencial de peregrina. Su mochila es grande y pesada, pero «todo lo que tengo está en ella, es mi vida, no tengo casa», cuenta sonriente en inglés. «Es la grandeza del peregrino. Su humildad en las pertenencias y en el trato con la gente. Saber que con poco se puede vivir. Si todo el mundo fuera peregrino, la vida sería mejor», asegura el hospitalero.

Está en proyecto la ampliación del albergue, a la espera de la disponibilidad presupuestaria. Pero también se valora que «mucha gente vive del alojamiento rural, tenemos que compaginar la atención a los peregrinos con el negocio local», explica Romero. El pueblo «ha conseguido asimilar» que el peregrino aporta: «conversación, convivencia, actividad para la economía. Deja siempre más de lo que lleva», además de pasear por las rutas de Santiago y las guías de los caminos el nombre de Castilblanco de los Arroyos. Un mundo que llega por su propio pie hasta la localidad y que a cambio de techo y cama lo enriquece enormemente.