Contra lo que pudiera pensarse, trabajar en la Feria –como en Semana Santa, en el Rocío y en todas las fiestas masivas– tiene un plus de tristeza y desagrado. Lo da el contraste brutal. En este paraíso terrenal de la sociabilidad, cualquier currito vulgaris siente la soledad como una cacicada del destino, a poco que el día se presente triste o lluvioso. El portero de la caseta, el cochero sentado en el pescante con su chistera y su librea como parte del mobiliario de la diversión colectiva, la vendedora de claveles y toda esa legión inmensa y no siempre detectable a primera vista de operarios de la juerga ajena... entre los que está Eduardo Jordán, repartidor de bombonas de butano. Eduardo no es un elemento anecdótico de esos a los que preguntar paternalistamente qué edad tienen, cuánto ganan y si se saben un chiste para cerrar los telediarios con el clásico toque cañí, sino que forma parte de esa mano de obra innumerable que construye la Feria y que no sale en los créditos.
Eduardo presenta la misma sonrisa plácida que si estuviera en el Barceló Sancti Petri mirando ponerse el sol por detrás de las palmeras. «Estoy afincado acá desde hace muchos años, pero sevillano de nacimiento no soy», dice, acariciando las letras mientras le van saliendo, en ese hablar mullido y espacioso tan frecuente en Hispanoamérica y que nos recuerda lo bien que hablábamos antiguamente los españoles. «Soy de Bolivia, pero llevo acá por lo menos doce años». De los doce, ocho ha estado repartiendo bombonas por la Feria. «Esto es un sin parar. Es una semanita fuerte. Tenemos unos horarios especiales. La semana de Feria entramos a las seis de la mañana hasta las once, en teoría, porque a las nueve o diez ya hay que estar saliendo de aquí, tras repartir por todas las casetas... prácticamente desde las cinco levantado».
En su tarea se cruza con el que le facilita las cosas y con quien se las dificulta. «Hay de todo, como en todos lados», dice sin amarguras, y se acuerda con caritativa comprensión de «lo típico de la mañana: a veces los borrachos se te suben al camión, se te cuelan, a hacer la gracia, pero lo llevamos bien». Lo típico, dice. Desde luego: la borrachera capulla es un clásico de la Feria de Abril, dicho sea por si los pintores, en años venideros, ahítos ya de escenas con flamencas, mantones y rejas floridas, quieren realzar los carteles con un buen beodo.
«Después sí disfruto de la Feria. Venimos un par de diíllas con los niños. (Diílla: versión humilde de día, como una canita al aire o pequeña travesura distraída al presupuesto. En la Feria están los que van días y los que van diíllas. En la Feria y en todas partes). «Vamos a los cacharritos a llevar a los niños, y luego una vuelta, y...».
«La Feria la verdad es que es muy bonita. Para los que están acostumbrados a ella y la saben disfrutar, es muy bonita. Como siempre, hay dos o tres tontos que la quieren arruinar, pero eso es en todos lados. Con el cambio creo que más bien la han acortado, porque hasta ahora la gente aprovechaba los dos días de antes», comenta. Y vuelta al trabajo.