«Con 13 años, en 1964, me detuvieron 14 veces el mismo día». En 2017 nadie diría que Soraya Esperanza –como dice su DNI, que exhibe con orgullo– pudiera acabar en el calabozo: es una mujer de más de 60 años y 60 detenciones a sus espaldas solo por vestirse como se sentía, una mujer. Conserva una lengua ingeniosa, afilada (y con mucha gracia contra todos los que le han ido haciendo daño en la vida).

Es uno de los ocho testimonios que el periodista independiente Raúl Solís ha recogido para su libro La doble transición, que saldrá a la luz este otoño y que busca «visibilizar a quienes primero protagonizaron y sufrieron la lucha por las libertades LGTB: las transexuales españolas, que llenaron las cárceles de Franco: el 80 por ciento de los presos por conducta homosexual fueron ellas», explica el autor. Hoy la mayor parte de ellas ha pasado de los 60 años y la cara visible del movimiento LGTB es otra. Por cierto, la edición La doble transición, a cargo de Libros.com está en plena campaña de crowdfunding. Se puede ayudar a financiarlo a través de la web de la editorial.

Al día siguiente de charlar con este periódico Solís partió a Cádiz para entrevistar a otras dos: la Petróleo –que se burló del propio Francisco Franco en su misma cara– y la Salvaora. «Me cuesta encontrar a transexuales fuera de Andalucía. Casi todas las que he localizado eran de aquí».

Soraya enseña fotos de cuando era joven, que no se pueden reproducir por el señor con bigote que la acompañaba: ella lucía una melena morena rizada, una cara guapísima. Entonces se dedicaba al espectáculo, y pide ayuda para localizar una entrevista que le hizo en los 70 el vespertino de El Correo, el diario Nueva Andalucía.

Pero de niña algo no iba bien: «Mi padre fue quien me pegó la primera paliza». Después no la dejaban comer con la familia, en la misma mesa.

Mar Cambrollé, presidenta de la Asociación Transexuales de Andalucía Sylvia Rivera, asiente. Ella, con 19 años, organizó la primera manifestación de transexuales en Sevilla, en 1978: los delitos por orientación sexual habían quedado excluidos de la amnistía de 1977. En su móvil aparece la foto de la Giralda adornada con una pancarta rosa, que escandalizó entonces más que el que acudieran los bestias de Fuerza Nueva a reventar la movilización.

«Era entonces», prosigue Mar, «todo tan burdo que no existía el concepto de transexual o de gay... a todos nos gritaban ¡maricones!» y nosotras nos llevábamos las peores guantadas en el calabozo porque no éramos invisibles. El homosexual masculino se podía refugiar en el armario. Nosotras no: estábamos en el escaparate porque, entre otras cosas, solo disponíamos de maquillaje y ropa, no de los tratamientos hormonales y quirúrgicos al alcance de las transexuales del siglo XXI».

«Bueno», tercia Soraya, «A mí me detuvieron muchas veces. Pero no me pegaron porque estaba siempre calladita». Solís interpreta: «Las transexuales de esa época no te cuentan lo mal que lo pasaron. Han hecho de la burla una forma de sobrevivir».

En efecto: si el rechazo empezaba con el padre y su máxima expresión eran las redadas y los centros de detención especiales para homosexuales, invertidos o como quiera que las vilipendiara el régimen en Huelva y Badajoz; las aristas de la transfobia hacían sangre en muchos otros terrenos: lo laboral se limitaba a la prostitución, el espectáculo y a lo mejor las cocinas. Soraya probó estos dos últimos empleos.

Tampoco la oposición antifranquista tenían en los 70 siquiera una opinión regular de las transexuales: «Éramos una perversión producto del capitalismo, la decadencia del Imperio Romano», cita Mar y recuerda unas siglas que nada dicen en 2017. No las querían ni socialistas ni comunistas.

Había que echarle un par de eso que piensan a la vida para salir a la calle vestida de mujer. Uno de los lugares donde ligaban era el paseo de Colón, y ya muerto Franco aparecen los bares de ambiente (el Quijote, el Charlot), «pero donde no podías ni darle un pico a tu pareja, ni cogerla de la mano», recuerdan las dos.

Ahora las protagonistas de esa doble Transición más mayores se enfrentan, con menos fuerzas, a la transfobia en las residencias de ancianos.