Calurosa hora en la Calle del Infierno

Las atracciones: el guirigay de siempre y colas en los cacharritos que salpican agua

03 may 2017 / 20:46 h - Actualizado: 03 may 2017 / 20:46 h.
"Feria de Abril","Feria de Abril 2017"
  • Una pequeña flamenca en el ‘Jumping infantil’. / Jesús Barrera
    Una pequeña flamenca en el ‘Jumping infantil’. / Jesús Barrera
  • Calurosa hora en la Calle del Infierno
  • Calurosa hora en la Calle del Infierno
  • La calle del Infierno desde lo alto de la noria. / Jesús Barrera
    La calle del Infierno desde lo alto de la noria. / Jesús Barrera

Piden los jefes que redescubra la Calle del Infierno y se la cuente a los sevillanos, como si no supieran, muchos desde pequeñitos, de qué se trata. Pero ahí se plantó el reportero, a pesar de la muchedumbre y de la calor (21ºC según el móvil, a las cinco de la tarde, pero parecían 31ºC).

Además de la sensación pegajosa, también parece cosa del infierno que apenas nadie quiera responder dando su nombre a por qué hace cola en el Pasaje del Terror, o si, visto el termómetro, han decidido a última hora acercarse a los cacharritos que salpican agua –Catarata o Jungla Encantada y dar plantón a los coches de choque y al Ratón Vacilón. Toca abusar de las citas anónimas, como si este encargo fuera la crónica del Watergate o un suceso de los de El Caso.

En todo caso, con toda lógica las primeras aglomeraciones se amontonan en las heladerías. Con la sensación o la náusea de coger el sarampión, también hay colas en el puesto de hirvientes gofres.

Más cuando a las 17.30 la temperatura ha subido un grado, pero la sensación, diez más. En un costado se ve la tentadora sombra del Pasaje del Terror. De camino, los precios de algunas atracciones: tres euros el clásico Látigo, que resiste al dominio de luces y bocinazos, cuatro el Jumping infantil (una cama elástica con el niño atado para que siempre caiga de pie) y 10 euros el Tirachinas, donde dos valientes se dejan lanzar por los aires en una bola que gira en todas direcciones. Los más sensatos ni por cien euros que les pagaran se montarían ahí, pero el cacharrito tiene sus fans: debe ser más barato que beberse tres botellas de whisky nacional y pasas el control de alcoholemia y drogas.

Ya en el Pasaje del Terror Manuel Infante aguarda su turno con dos sobrinas como de 9 o 10 años, condenado a meterse en la atracción «porque solas no quieren». Es un buen botón de muestra: abundan padres o tíos con niños y niñas preadolescentes fascinados por el miedo. Los pasajes vecinos, Torrente 5 y Mr Bean, están casi vacíos.

De más edad es el público que hace cola para los coches de choque, así como en las atracciones acuáticas. Los abuelos y los padres de críos más pequeños están tensos, pendientes de racimos de criaturas emocionadas con cada bocinada, en medio del estruendoso chunda chunda que siempre ha sido la BSO de la Calle del Infierno. Que no se pierda ningún niño.

En la Jungla Encantada y en media docena de atracciones hay banderas negras. Resulta ser una señal de luto por el padre de un feriante, una grieta de realidad en este recinto de fantasía a todo volumen.

Por supuesto, hay que llegar a la noria para redondear el paseo. Cuesta cuatro euros y en la cola son los padres y abuelos, como José. Los que tienen cara de ilusión, los niños de palo. Se subirá con tres adultos y tres «críos» de entre 17 y 18 años. Pero José, que peina canas desde hace muchos años se ha venido subiendo a la noria desde siempre y eso es, no el vértigo sumado al estruendo, lo que valora de la Calle del Infierno.

Son las seis. Si a las cinco no cabía un alfiler, ahora, con el calor declinando, llega la bulla de verdad. Si hace una hora las entrevistas se hacían a gritos, intentando sortear el volumen de la música, ahora es casi imposible simplemente salir, a contracorriente, a escribir, a trabajar mientras Sevilla se celebra a sí misma. El reportero ha sudado la camiseta. Quizá como el recordado Silvio: porque con tanta calor, suda aunque no haga nada.

Piden los jefes que redescubra la Calle del Infierno y se la cuente a los sevillanos, como si no supieran, muchos desde pequeñitos, de qué se trata. Pero ahí se plantó el reportero, a pesar de la muchedumbre y de la calor (21ºC según el móvil, a las cinco de la tarde, pero parecían 31ºC).

Además de la sensación pegajosa, también parece cosa del infierno que apenas nadie quiera responder dando su nombre a por qué hace cola en el Pasaje del Terror, o si, visto el termómetro, han decidido a última hora acercarse a los cacharritos que salpican aguaCatarata o Jungla Encantada– y dar plantón a los coches de choque y al Ratón Vacilón. Toca abusar de las citas anónimas, como si este encargo fuera la crónica del Watergate o un suceso de los de El Caso.

En todo caso, con toda lógica las primeras aglomeraciones se amontonan en las heladerías. Con la sensación o la náusea de coger el sarampión, también hay colas en el puesto de hirvientes gofres.

Más cuando a las 17.30 la temperatura ha subido un grado, pero la sensación, diez más. En un costado se ve la tentadora sombra del Pasaje del Terror. De camino, los precios de algunas atracciones: tres euros el clásico Látigo, que resiste al dominio de luces y bocinazos, cuatro el Jumping infantil (una cama elástica con el niño atado para que siempre caiga de pie) y 10 euros el Tirachinas, donde dos valientes se dejan lanzar por los aires en una bola que gira en todas direcciones. Los más sensatos ni por cien euros que les pagaran se montarían ahí, pero el cacharrito tiene sus fans: debe ser mas barato que beberse tres botellas de whisky nacional y pasas el control de alcoholemia y drogas.

Ya en el Pasaje del Terror, Manuel Infante aguarda su turno con dos sobrinas como de 9 o 10 años, condenado a meterse en la atracción «porque solas no quieren». Es un buen botón de muestra: abundan padres o tíos con niños y niñas preadolescentes fascinados por el miedo. Los pasajes vecinos, Torrente 5 y Mr Bean, están casi vacíos.

De más edad es el público que hace cola para los coches de choque, así como en las atracciones acuáticas. Los abuelos y los padres de críos más pequeños están tensos, pendientes de racimos de criaturas emocionadas con cada bocinada, en medio del estruendoso chunda chunda que siempre ha sido la BSO de la Calle del Infierno. Que no se pierda ningún niño.

En la Jungla Encantada y en media docena de atracciones hay banderas negras. Resulta ser una señal de luto por el padre de un feriante, una grieta de realidad en este recinto de fantasía a todo volumen.

Por supuesto, hay que llegar al a noria para redondear el paseo. Cuesta cuatro euros y en la cola son los padres y abuelos, como Jose, los que tienen cara de ilusión, los niños de palo. Se subirá con tres adultos y tres «críos» de entre 17 y 18 años. Pero Jose, que peina canas desde hace muchos años se ha venido subiendo a la noria desde siempre y eso, y no el vértigo sumado al estruendo, es lo que valora de la Calle del Infierno.

Son las seis. Si a las cinco no cabía un alfiler, ahora, con el calor declinando, llega la bulla de verdad. Si hace una hora las entrevistas se hacían a gritos, intentando sortear el volumen de la música, ahora es casi imposible simplemente salir, a contracorriente, a escribir, a trabajar mientras Sevilla se celebra a sí misma. El reportero ha sudado la camiseta. Quizá como el recordado Silvio: porque con tanta calor, suda aunque no haga nada.