De Don Juan a Juan Tenorio

Nació a principios del siglo XVI en una Sevilla que basculaba entre ser la Nueva Jerusalén o la Nueva Babilonia

05 nov 2017 / 22:56 h - Actualizado: 05 nov 2017 / 19:06 h.
"Literatura","La memoria del olvido"
  • Representación callejera de la obra de Don Juan Tenorio. / El Correo
    Representación callejera de la obra de Don Juan Tenorio. / El Correo

No se sabe por qué pero Sevilla fue, desde muy antiguo, creadora de arquetipos tanto materiales como ideales, cosas que van desde la simple silla sevillana de enea a los mantos de Rodríguez Ojeda, desde esa mujer de rompe y rasga conocida como Carmen, a ese hombre-símbolo llamado Don Juan.

Don Juan, al que Wolfgang Amadeus Mozart, por aquello de las modas, puso Don Giovanni, nació a principios del siglo XVI en una Sevilla que basculaba entre ser la Nueva Jerusalén o la Nueva Babilonia; era un personaje traspasado por la pregunta insoluble que, desde San Agustín, horadaba las conciencias en medio mundo: la de la predestinación de cada persona, desde toda la eternidad, a acabar en el cielo o en el infierno también para toda la eternidad. ¿Para qué ser bueno si la condenación estaba decidida? O ¿se podía optar por ser malo dado que, a lo mejor, al final, lo que le esperaba a uno era la salvación?

Ese nudo gordiano lo rompería de un mandoblazo dialéctico –igual que hizo Alejandro Magno con el verdadero nudo armado de una espada de verdad– Calvino al pontificar, en Ginebra y en medio del nacimiento del libre comercio, que la suerte en la vida y la prosperidad en los negocios era señal de la predilección divina: nacía así la razón última para que un poco más adelante hiciera su aparición la Centroeuropa capitalista esclarecida y la Suiza paridora de bancos opacos.

Sevilla, aunque fuera el centro del comercio del mundo, era la antípoda del mercantilismo, ya que, aunque pareciera que aun abría y cerraba el tráfico con la llave del monopolio de la Casa de Contratación, en realidad todo eso estaba en manos de holandeses, flamencos, alemanes, italianos y hasta de corsos (de Córcega).

Por otro lado, sumida en la Contrarreforma, la pregunta quedó indefinidamente esperando una respuesta.

Más allá de los Pirineos fue, precisamente, esa angustia trascendental la que hizo que a Don Juan lo adaptaran sucesivamente como hijo literario o musical Jean Baptiste Poquelin Moliere, por el autor del libreto de la ópera de Mozart, Lorenzo da Ponte, y el mismo músico compositor, por Lord Byron, José de Espronceda, Alejandro Pushkin, José Zorrilla, José Martínez Azorín y un larguísimo etcétera de directores, guionistas o, incluso, médicos como el doctor Marañón, que se empeñaron en desentrañar el consciente, el inconsciente y el subconsciente del arquetipo.

En Sevilla, donde las disputas teológicas no habían sido, tradicionalmente, otra cosa que escarceos y florilegios entre estudiantes colegiales y manteístas o quaestiones disputandae con las que pasaban el rato los frailes de los omnipresentes conventos, muchos pensaron que el Don Juan del drama de El burlador había sido extraído de un personaje real, Miguel de Mañara y Vicentelo de Leca, pariente de Juan Antonio el Corzo (el Corso) –el gran comerciante de la Sevilla del Oro– y fundador de la hermandad y el hospital de la Santa Caridad.

Pero resulta que, por una parte, el personaje ya existía mientras Mañara estaba naciendo y, por otra, en Don Miguel no existe el tormento interior desatado por el problema de la predestinación que conforma la personalidad del creado por Tirso de Molina (o quien sea), ahondado por el libretistas da Ponte e internacionalizado por Mozart, una figura cuya hondura insondable proviene de oponer a la pregunta trascendental otra de igual trascendencia. Cuando Don Juan opta por tomar el camino de irse a los infiernos, ¿lo hace porque así estaba decidido, o es alguien empecinado en enfrentarse a los designios divinos aun a costa de padecer el castigo?

Ante esa decisión trascendente Mañara se parece, más bien al golfo de joven y beato de viejo que era el Don Guido, de Antonio Machado.

En realidad los autores españoles que han intentado acercarse a Don Juan lo han hecho desde la perspectiva erótico-sentimental y con teorías que, en el tiempo en el que se formulaban, podían ser novedosas. Por ejemplo, se escribió mucho sobre la impotencia sexual del Burlador, cambiando el asunto de la esfera teológica en la que se planteó el drama atribuido a Tirso o de la social que sobrevuela la ópera de Mozart a la mitológica al convertirlo en una especie de Minotauro eternamente insatisfecho.

Así y todo este Don Juan nada tiene que ver con lo que nos depararía después el de José Zorrilla, Don Juan Tenorio, que durante más de un siglo llegaría puntualmente cada noviembre a los escenarios de «Madrid y provincias» para deleite de matrimonios de clases acomodadas: lo salva del fuego eterno la pureza de Doña Inés, saltándose a la torera no sólo la predestinación sino los diez mandamientos. Lo salva –y salva con ellos a los maridos calaveras– la pureza de la «santa esposa».

Al Tenorio aún lo trae de vez en cuando la fuerza de la costumbre pero le sucede lo mismo que a la copla, que por mucho que se intente reiniciarle el tic-tac del corazón, el mundo en el que vivía ya no existe y, por tanto, él tampoco puede ya vivir.

El hondo personaje, hijo previsible de Tirso de Molina, bien pudo nacer en medio del barroco sevillano que afrontaba ya la decadencia pero los siglos pacatos lo cambiaron por el Tenorio, una figura de folletín, de novela del sábado. El Tenorio no es un arquetipo sino un estereotipo, un cliché que se reproducía cada año en los teatro para que cargaran con él Sevilla y los sevillanos.

Por fortuna ni España ni esta ciudad son ya las ruedas de molino con las que se nos intenta hacer comulgar en muchos periódicos, radios y cadenas de televisión. El Tenorio no es ya más que la copia estereotipada de un esperpento valleinclanesco. Por eso al Tenorio ya no lo salva ni la Caridad.