El año que transformó Sevilla

La Sevilla de hoy nació, sin duda, en 1992. Sólo diez años antes, el lugar que ocupa la Cartuja era una llanura desolada y no existían las infraestructuras actuales

09 ene 2017 / 09:08 h - Actualizado: 09 ene 2017 / 09:09 h.
"Historia","La memoria del olvido","Expo 92"
  • El teleférico de la Puerta de Itálica de la Exposición Universal de 1992. / Paco Cazalla
    El teleférico de la Puerta de Itálica de la Exposición Universal de 1992. / Paco Cazalla

Hasta sólo diez años antes de 1992, en la llanura desolada, sólo tenía tres dimensiones el antiguo monasterio de Santa María de las Cuevas, después fábrica de loza inglesa y, entonces, un conjunto desvertebrado de edificios, mitad jirón de los siglos que transcurrieron desde el gótico al barroco y, mitad, instalaciones fabriles, unas veces surgidas de la simbiosis entre su origen religioso y el provecho industrial y, otras, levantadas donde convenía al negocio sin mucho miramiento con el legado del pasado. Desde las cercanías de lo que hoy es el Parque del Alamillo, la lejana mole monacal parecía hundida en un terreno de nunca acabar que, por métodos más bien exóticos, había caído en manos de una empresa, Rumasa, a la que pondría fin el gobierno de la nación ante el peligro de una quiebra con visos de crack semejante al de la bolsa de Nueva York.

Hasta diez años antes de 1992 los puentes que unían las dos orillas del Guadalquivir no llegaban a la media docena, la Ronda perímetral de la muralla medieval era la única vía de circunvalación de la ciudad, el urbanismo y su mobiliario, fundamentalmente, los que le trajo la Exposición Iberoamericana con retoques del tiempo de la marea negra en los años sesenta. Muchos de los edificios del Centro se mantenían en pie de milagro y barrios enteros, como el de la Judería de San Bartolomé, subsistían a duras penas. Prácticamente no existían teatros ni programación teatral estable, ni salas de exposiciones que pudieran llamarse, de verdad, así.

La relación de la capital con las poblaciones de su entorno era aún casi tercermundista y la red de carreteras radiales de tiempos anteriores dejaba a Andalucía sin buenas comunicaciones interiores y, por tanto, desvertebrada.

Todo comenzó a cambiar cuando –en uno de esos raptos de imaginación que caracterizan a los territorios obligados a abrirse paso aprovechando coyunturas– comenzó a tomar cuerpo la idea de celebrar una de esas exposiciones universales que, hasta entonces, habían sido acaparadas por metrópolis con muchos millones de habitantes. Ese fue el punto de partida; nada que ver con el cúmulo de operaciones especulativas posteriores.

Ese, la fecha del V Centenario del descubrimiento de América, el haber logrado por méritos propios una autogobierno de primera magnitud y el contar en Madrid con un gobierno dispuesto a situar España en el mapa de Europa y del mundo.

Ya nadie se acuerda de que Génova pretendía realizar el mismo evento ni de que hubo que quebrar la resistencia de los organismos internacionales, ni de la estrechez de miras de mucha gente que en la propia ciudad pretendían apaños ignorantes como el de celebrar la exposición en el casco histórico y, seguramente, fueron entonces pocos los que supieron que fue necesario crear estructuras logísticas de mucho fuste para adecuar todo a un acontecimiento que sobrepasaba –y en muchísimo– a lo que la capital podía dar de sí en aquellos momentos.

Nacieron, casi al mismo tiempo, el Plano del Área Metropolitana de Sevilla (¿quien había calificado antes a esta ciudad de Metrópolis?) y el Plan Director de la Isla de la Cartuja, un primer proyecto de distribución de los espacios expositivos. La apertura del tapón de Chapina con la retirada de los restos de la draga Carolina que había sido hundida para producirlo no fue un hecho llamativo sino trascendental: aventaba para siempre los propósitos de quienes habían destinado aquella llanura desolada –ya sin obstáculo fluvial entre ella y el casco antiguo– en la que sólo se levantaba el viejo monasterio a la construcción de miles de pisos y apartamentos con pingües beneficios para empresas y capitales privados.

La decisión de realizar allí la Expo y esos planes urbanísticos fueron los pilares sobre los que, en realidad, se asentaron los puentes, los teatros, las salas de exposiciones, los jardines de ribera y el Parque del Alamillo, el tren de Alta Velocidad, el nuevo aeropuerto, la SE-30, la autovía 92 y la de Andalucía, la pista de regatas y el Centro de Alto Rendimiento, varios hoteles con capacidad para albergar grandes congresos, dotaciones urbanísticas y de servicios en poblaciones cercanas... Y luego, la Exposición en sí misma hizo de Sevilla durante un año el centro de un mundo que, desde sus más altos mandatarios hasta millones de sus habitantes, estuvieron en ella.

Estamos acostumbrados a medir la Historia por los años y los lugares en los que se sucedieron las guerras y las batallas y a considerar los cambios transcendentales a partir de lo que surge después; por eso casi todas las fechas señaladas en cada año hacen referencia a ellas. Sin embargo, no nos hacemos a la idea de la importancia que pueden tener decisiones administrativas, tomadas por equipos de personas sin uniformes, que nada tienen que ver con la contundencia de las armas y las fanfarrias de los desfiles, que sólo tienen como guía la reflexión y la capacidad de imaginar.

En 2017 se cumple el XXV aniversario de la mayor transformación que tuvo esta ciudad –también su territorio y, por extensión, el de toda Andalucía– a lo largo de la Historia. La efeméride corre el peligro de quedar reducida a algunas páginas o minutos en periódicos e informativos el día 21 de abril, pero debería ser un recuerdo que llenara el año de reflexiones sobre cómo era todo antes y qué potencialidades se abrieron después. Porque la Sevilla de hoy nació, sin duda, en 1992.