El nuevo templo de Salomón

Historia. En el siglo XIV, la Iglesia sevillana, más proclive a Avignon que a Roma, pretendía adelantar a Toledo, y erigió la seo con el estilo arquitectónico del Sacro Imperio Romano: el gótico

10 mar 2017 / 08:03 h - Actualizado: 10 mar 2017 / 10:10 h.
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La mole catedralicia sevillana sorprendía a los primeros viajeros que, al inicio de la corriente turística del XIX, llegaban a la ciudad. Entonces la avenida era la calle de los Genoveses que, a la altura de la esquina con Santo Tomás, la atravesaba aún el lienzo de muralla uniendo el Alcázar y la Torre del Oro. La catedral no tenía perspectivas porque tampoco existía la plaza de la Virgen de los Reyes. Uno de los edificios más grandes del mundo de aquel tiempo estaba encastrado en el caserío y sin la clásica plaza ante su fachada principal que encontramos en las catedrales de París, Milán o Burgos por una razón sencilla como la de que, a la hora de levantarla sobre el solar ocupado anteriormente por la mezquita del período almohade, los canónigos, verdaderos artífices –que no el arzobispo– de esta empresa hubieron de someterse a dos condiciones sine qua non: que no fuera un templo de menores dimensiones que el musulmán y que se conservara el cambio de orientación con el que se consagraban como iglesias los recintos que, anteriormente, habían sido mezquitas.

No sé si la creación de ese rito –que se cumplió escrupulosamente en España a lo largo de siglos– se hizo para impedir que los fieles cristianos celebraran sus rezos mirando hacia Oriente como hacían los musulmanes pero lo cierto es que todas las mezquitas andaluzas se orientaban al Sur (obsérvese que en la iglesia del Salvador, antigua mezquita de Ben Addabás, ocurre lo mismo) y fue con ese cambio con el que sus cabeceras quedaron apuntando hacia el Levante. Si la fachada principal hubiera seguido siendo la del Patio de los Naranjos, existiría esa plaza que, luego, hubo que remediar con la de la Virgen de los Reyes gracias a lo cual la catedral y la Giralda –también construida fuera de lugar por otras razones– más la Capilla Real, la del Mariscal y las dependencias colaterales tienen una estampa absolutamente original al conjuntarse los estilos de varios siglos tanto en el plano horizontal como en el vertical.

A la mezquita de tiempos de los emires almohades la condenó a la piqueta su mal estado tras el terremoto que, a mediados del siglo XIV, puso en el suelo las cuatro esferas de bronce, remates del antiguo alminar pero también las vicisitudes de la Iglesia Católica, sumida entonces en la anómala situación de encontrarse con dos Papas –y hasta con tres– reinando al mismo tiempo, uno en Roma y, otro, en la ciudad francesa de Avignon.

En cambio, aunque faltara un siglo para que Colón, queriendo llegar a la China por un camino más corto que el de los portugueses se encontrara con un continente desconocido, Sevilla adquiría cada vez más importancia; su puerto era ya la puerta para la lana merina de Castilla hacia Inglaterra y albergaba colonias importantes de extranjeros. Engordaban las casas nobiliarias cuyos solares mesetarios habían quedado, hacía ya tiempo, olvidados adoptando –a excepción de la de Medinaceli– otros de aquí abajo: Medina Sidonia, Arcos, Alcalá (de los Gazules), enclavados todos en la Frontera o Banda Morisca donde conseguían grandes predios, y el infante castellano Don Fernando, que acabaría siendo rey de los aragoneses y de los catalanes, preparaba una operación para dejar herido de muerte al reino nazarí de Granada: la toma de Antequera.

En esa coyuntura, donde la primacía era un asunto importante tanto en el terreno humano como en el divino, la Iglesia sevillana (más proclive a Avignon que a Roma) pensó que podía ponerse por delante de Toledo, tradicionalmente cabeza de la cristiandad española, donde también, en aquellos momentos, se construía la catedral que la distingue por su maravillosa única torre de 92 metros de altura, 10 más del alminar de la antigua mezquita si no se cuenta la altura de las cuatro esferas que derribó la Tierra al temblar.

Ello da la explicación de dos cuestiones: la primera, que, salvo el Patio de Abluciones, el de los Naranjos, sin significación religiosa en el cristianismo, y –naturalmente– la Giralda, no se aprovecharan las partes menos dañadas del edificio anterior y, la segunda, que, después, se pusiera tanto empeño en levantar la torre hasta, prácticamente, los 100 metros, si sumamos la altura del Giraldillo a la de la obra de Hernán Ruiz. El único resto de la mezquita en la mayor mole gótica del mundo es una pequeña bóveda, casi invisible, de mozárabes que, sobre la Puerta del Lagarto, la enlaza con la capilla de la Virgen de la Granada y los arcos del patio. La seo sevillana se levantó enteramente de acuerdo con el estilo arquitectónico del Sacro Imperio Romano: el gótico.

Las cinco naves del templo –existen muy pocos con ese número de hileras de columnas– ocuparon matemáticamente los espacios de la aljama musulmana con una rapidez inusitada y una altura increíble pero al cimborrio que debía convertirlo en una mágica montaña fue imposible conferirle estabilidad entonces y también después. Hasta anteayer, como quien dice, continuaron esos infructuosos intentos.

No puede olvidarse que aquella era una sociedad en la que las esferas religiosa y la civil formaban una cinta de Moebius, imposible de separar en sus dos caras. El cabildo catedralicio y los demás poderes de la ciudad, representados principalmente en el cabildo municipal fueron aliados en la pugna por elevar Sevilla al primer puesto en el concierto de todas las demás. No es casual que este organismo, en el que confluían los caballeros veinticuatro representando a la nobleza y los jurados como portavoces de los vecinos, tomara también poco después la decisión de abandonar el Corral de los Olmos (pegado a la Giralda) para instalarse en un nuevo inmueble junto a la Casa Grande de San Francisco en el que aún podemos ver, repetido hasta la extenuación, el lema SPQH, el Senado y el Pueblo Hispalense. La Catedral y el Ayuntamiento forman pues esas dos caras imposibles de un Moebius sevillano que, contra viento y marea, se prolonga hasta hoy.

Con la mentalidad actual cualquiera podría creer que las gigantescas dimensiones del edificio estaban pensadas para albergar cultos con participación de multitudes; ese razonamiento estaba fuera de lugar en los siglos XV y XVI. Las multitudes siempre quedaron fuera de sus muros. Llegaban hasta allí para impetrar remedio a las calamidades y pandemias pero recibían la esperanza con la bendición de imágenes –como la del Cristo de San Agustín– subido a la Giralda.

Desde un principio la catedral estuvo concebida, principalmente, para grandes ceremoniales, comenzando por la cotidiana congregación del cabildo que aún es señalada escrupulosamente por un específico toque de campanas. Por eso su mayor densidad se sitúa en el espacio que va desde el altar mayor al coro sin que importara la irracionalidad de acotarlo con muros que cortan la visión general a cualquiera que entre. En realidad, se trata de un sancta sanctorum –similar al del Templo de Salomón– resumiendo el Antiguo y el Nuevo Testamento.

Es por eso por lo que, tras el cerramiento del mayor templo de la cristiandad (aún faltaba mucho para que comenzaran a forjarse los cimientos de la basílica de San Pedro en Roma), se puso en el empeño en tallar y ensamblar un retablo que resumía la Historia de la Salvación de la Humanidad según Sevilla porque, de la misma manera que el políptico de Gante, de los Van Eyck –la Adoración del Cordero– tiene lugar en un paisaje flamenco, este horizonte de la narración evangélica se desarrolla en un territorio dominado por la Torre del Oro, las puertas de la vieja muralla y el alminar de Ben Baso. Dicho en seis palabras: esta ciudad quedaba consagrada como la Nueva Jerusalem.

Después llegaría América y, con ella, la boda de Carlos V y la Capilla Real con sus armas, la del mariscal converso Diego Caballero, la Sacristía, la Sala Capitular, el Sagrario... y, antes que nada, la genial y nunca bien ponderada intervención de Hernán Ruiz que, coronada por la mejor escultura del Renacimiento español, el Giraldillo, hizo de la torre el oscuro objeto de deseo de los constructores de rascacielos: esa Giralda, cuyas obras, seguramente, hubiera parado hoy la Santa Alianza de conservacionistas e izquierda emergente.