El hilo de la edición de un libro sobre María del Rosario Fernández, La Tirana, da pie para tirar de uno de sus cabos y traer a colación el primer conservatorio público de Artes Dramáticas que existió en Sevilla (y en España), muy cercano (prácticamente pared con pared) al actual, en la calle de San Vicente y en la misma casa en la que hoy tiene el Partido Socialista su sede andaluza. Esa institución fue la Escuela de Actores, fundada por Pablo de Olavide, tras ser nombrado asistente de Sevilla e Intendente para la repoblación de Andalucía.

En la Sevilla de 1767 Olavide se propuso sacar a la ciudad de la postración en la que se encontraba tras un siglo de decadencia y para ello, en el terreno de la ordenación urbana, la dividió en los barrios y quarteles de los que dan cuenta aun cientos de azulejos repartidos por cada una de las calles del centro histórico. Pero, al mismo tiempo, siguiendo la política que marcaban el rey Carlos III y los círculos ilustrados aun yendo en contra de lo que pensaban los frailes y fuerzas ultraconservadoras, impulsó iniciativas muy importantes en el terreno de la cultura y, entre ellas, la de permitir y favorecer el teatro después de que éste llevara prohibido prácticamente cien años. Llegado de la Lima virreinal en la que aun imperaban fiestas suntuosas como las de la Sevilla del seiscientos, y existiendo todavía en la ciudad restos de aquel clima, Pablo de Olavide tuvo que darse cuenta de la importancia que podía tener en la población de los estratos sociales de abajo poner los medios adecuados para que jóvenes de ambos sexos se formaran en el aprendizaje del canto, el baile y las técnicas dramáticas.

Ya en 1765 el ministro Campomanes había dado instrucciones al cabildo municipal para que los niños y niñas «hijos de vago y forajidos» fueran recogidos e instruidos en el aprendizaje de un oficio. Sin embargo Olavide concreta todo ello en la creación de esa escuela para la que nombró director a un francés, Louis Reynaud, hasta entonces avecindado en Cádiz, a fin de que enseñara todo lo concerniente a las artes teatrales y canoras. De la Escuela de San Vicente partieron hacia Madrid, después de haber terminado sus estudios, María la Bermeja, las hermanas Duque, Gertrudis Valdés, Polonia Rochel y, también, María del Rosario Fernández que, andando el tiempo, sería conocida como La Tirana. La instauración de la Escuela produjo conmoción entre los sectores ultramontanos, en primer lugar porque, como se ha dicho, su apertura coincidió con la de la vuelta del teatro a la vida cultural sevillana y, en segundo, porque el Asistente se había atrevido a crear una institución (en realidad, eran dos) en la que se enseñaba el arte teatral a ambos géneros. Los estudios del alumnado comprendían una enseñanza teatral completa que comprendía todos los aspectos de una buena formación teatral, incluidas las clases de dicción tras haberle enseñado a leer y escribir y a usar modales educados «ya que todos eran analfabetos».

Durante el período de formación los colegiales no cobraban sueldo alguno, aunque recibían gratuitamente una manutención «tan decente como correspondía a gentes infelices».

En el proceso que más tarde le abriría el Tribunal de la Inquisición, Olavide tendría que hacer frente al testimonio del padre Manuel Gil que le achacó los vicios que pudo, convirtiendo además aquella manutención necesaria para el sustento en la acusación de que atraía a los mozos y mozas «con vestidos y comida».

La reacción debía haber sido prevista por el limeño puesto que, al escoger como director y maestro de la institución a Reynaud, lo había calificado como «hombre decente y muy distante por su porte y circunstancias de la profesión de cómico». Del mismo modo, cuando los alumnos eran enviados a la Corte y los Reales Sitios de donde los solicitaban eran acompañados, en el caso de los actores, por un servidor y, en el de las actrices, por sus maridos, si estaban casadas, o por sus madres.

Al final, y aprovechando el juicio y la condena del Asistente aquella Escuela, pionera en España, fue cerrada pero en ello no sólo influyó la inquina de las fuerzas reaccionarias. También contribuyeron a ello, inconscientemente, los propios gobernantes progresistas.

Fueron ellos los que habían creado también la Real Academa de la Lengua para unificar la forma de hablar y de escribir de todos los españoles y ello se hizo con los métodos que caracterizaron al Despotismo Ilustrado. Encasillados en esos nuevos parámetros muchos de salidos de la escuela sevillana se vieron, a continuación, expulsados de los reales escenarios a causa de su acento, ese acento que aun sigue coleando como si se tratara de un oprobio.

Entre las mujeres, algunas consiguieron triunfar pero la mayoría se vio relegada (igual que los varones) a los papeles de criados que aun hoy siguen distinguiéndose en la tele por hablar como andaluces o a dedicarse a intérpretes de las tonadillas.

La justicia poética se cumplió, sin embargo, cuando los pinceles de Goya inmortalizaron a una de las alumnas de la escuela de la calle San Vicente: a María del Rosario Fernández, La Tirana.