El recurso a Al Andalus

Los grupos islámicos radicales han hecho de España un objetivo sentimental al convertirla en tierra sagrada a reconquistar

27 ago 2017 / 21:04 h - Actualizado: 27 ago 2017 / 22:52 h.
"La memoria del olvido"
  • La mezquita de Córdoba. / Efe
    La mezquita de Córdoba. / Efe

Cualquiera que tenga una somera idea de táctica y estrategia sabe que una de las condiciones de la victoria es haber unido a todos tus potenciales amigos y eso se logra, por un lado, ofreciendo ventajas a quien pueda serlo y, por otro, consiguiendo que tus enemigos cometan el error de acercar a muchos a tu campo. Esto es lo que hoy pretende también el yihadismo con un terrorismo indiscriminado de dos maneras. Una: provocando reacciones tan primarias como los insultos que estamos viendo estos días tanto en las paredes como en las redes sociales y, otra (más sofisticada) sirviéndose de los argumentos teóricos que se les preste desde la orilla contraria.

Uno de ellos es la vieja historia de la Reconquista, la cruzada de andar por casa, o sea, sin necesidad de llegar hasta Palestina que se inventaron mentes benedictinas.

Esta teoría ha tenido muchas variantes y ha servido para muchos rotos y descosidos, incluso, a principios del XIX fue usada por los liberales contra los «100.000 hijos de San Luís». Básicamente, viene a decir que unas gentes, imposibilitadas de ser españolas, invadieron la tierra de España y, después de muchos siglos, fueron expulsadas de ella.

Ha demostrado su fuerza –como suele suceder– al ser adoptada por la parte contraria. Desde hace unos años todos los grupos islámicos radicales, aunque, en realidad, busquen hacerse con el control del petróleo o de otras fuentes de energía, han hecho de España un objetivo sentimental al convertirla en tierra sagrada a reconquistar. Y aquí es donde nos encontramos en la imperiosa necesidad de terminar con esa leyenda y poner en su lugar la Historia pura y nuda pero eso no se producirá si aquella continúa divulgándose desde los medios de comunicación.

Por ejemplo la semana pasada El País publicaba un artículo del profesor Manuel R. Torres, La Herida de Al Andalus, en el que los editores del diario habían resaltaban con un ladillo algo que, aunque literalmente, no lo decía el autor, sí estaba en su trabajo como metáfora. El ladillo decía «La España que derrotó al califato sigue siendo la gran enemiga de los radicales islamistas» mientras el profesor terminaba con este razonamiento: «Por tanto nuestro país continuará sobreamenazado... por dos argumentos inmutables: por arrebatar en el pasado al califato medieva su pieza más valiosa y por abortar en el presente la construcción del nuevo sueño yihadista».

Eso es también lo que, en resumen, venía a decir un mensaje del ISIS en castellano algunos días más tarde porque eso está en la cabeza de millones de musulmanes de todo el mundo y también –seguramente– en la de millones de españoles de hoy. Y, sin embargo la afirmación de que España derrotó al califato de Córdoba es absolutamente falsa en todos sus términos, no sólo porque España no existiera entonces sino porque los reinos norteños peninsulares no intervinieron en la caída del estado instaurado por los Omeya que, por otra parte, tampoco se formó en clara beligerancia con ellos (del mítico 711 a las cercanías del no menos mítico año 1000, entre «el islám» y «la cristiandad» sólo hay dos batallas también míticas, la del Guadalete y la de Covadonga, mientras son decenas las que libran entre ellos los reyes y nobles de Castilla, León, Navarra, Aragón y los francos carolingios, merovingios...

El califato cordobés comienza a delinearse en oposición al de Bagdad y camina por la misma línea histórica que el de los francos. «Sin Mahoma, no hay Carlomagno», fue la tesis de la que sigue viviendo la obra de uno de los medievalistas más reconocidos, el profesor Henri Pirenne.

La caída del califato de Córdoba nada tiene que ver con la acción de los reinos peninsulares norteños que, en ese momento, también estaban inmersos en sus propias contradicciones. Es el producto de luchas internas y, además, la puntilla a una teórica reconstitución se la propinó una invasión perfectamente documentada, la de los almorávides con la que, como recordarán todos los de mi edad, comenzaba la película El Cid, de Anthony Mann, Charlton Heston y Sofía Loren.

Pero lo que pasaba de verdad es que mientras Rodrígo Díaz de Vivar luchaba contra los ziríes granadinos ayudando a Almutamid que, a su vez, casaba a una de sus hijas con Alfonso VI de Castilla, una horda de incultos guerreros descendían del Atlas para enseñorearse de una parte de Al Ándalus después de matar al rey de Badajoz y mandar al exilio marroquí al rey poeta sevillano y su mujer, Rumaikiya, y también a Abdalla, monarca de Granada.

A los berebebes almorávides tampoco los echaron los castellanos, los aragoneses, los catalanes, los valencianos o los navarros sino otra oleada belicosa que también comenzó en las montañas del sur del Magreb, los almohades que –éstos sí, aunque debilitados por unos nuevos enemigos, los meriníes o benimerines– sucumbirían, primero en Las navas de Tolosa y, después, ante Fernando III y Alhamar de Arjona.

A lo largo del período de esas invasiones fue acuñándose la idea de la Reconquista que, durante siglos, sirvió de cemento no sólo a la idea de de la España que hemos padecido hasta hace bien poco sino (a partir de la Transición) a la de Cataluña y Euzkadi –distintas de los demás territorios españoles porque allí nunca llegaron los moros gracias al valor de su población– y a las de todas las demás (excepto Andalucía) que los vencieron. Ahora la desarrollan, desde el lado opuesto, personajes como Ahram Pérez el Cordobés, dispuestos a reconquistar España para el Islam. A día de hoy Al Ándalus –Andalucía para tirios y troyanos– sigue siendo tierra de moros, y, por tanto, un recurso que parece argumento.