El Rocío, entre Triana y el Lago Ligur

La Vera que hacía posible el tránsito desde el arroyo de la Madre al Pinar del Faro fue el camino matriz de todos los que vinieron después

28 may 2017 / 08:30 h - Actualizado: 28 may 2017 / 08:31 h.
"La memoria del olvido"
  • La hermandad de Villamanrique a su paso por el camino de las fresas. / J.L. Montero
    La hermandad de Villamanrique a su paso por el camino de las fresas. / J.L. Montero

{Casi nada se sabe de la civilización tartésica, muy poco del Lago Ligustino o Ligur, son escasos los textos que hablan de la eterna lucha entre el río y la mar océana en los mil recovecos de la desembocadura del Guadalquivir e, incluso, sobre el nombre de Doñana existen muchas teorías. Pero una cosa es cierta: antes de que los expertos trazaran las líneas que configurarían el Parque Nacional, la Reserva Biológica, el Parque Natural... aquel territorio únicamente era el de la soledad de las sabinas caminando sobre las dunas que, antes, habían ahogado lentamente a los pinos, el de las dos lagunas, la dulce y la salada, de Santa Olalla, la de los lucios de láminas de agua parecidas al cristal, siempre esperando o despidiendo la eterna migración de los gansos salvajes y los surgideros, los ojos, desembocaduras de cauces secretos y ancestrales.

Sólo era capaz de romperla la mínima vereda de la Vera que, emergiendo apenas un metro sobre ellos, hacía posible el tránsito desde el arroyo de la Madre al Pinar del Faro, frente a Bonanza.

La Vera fue el camino matriz de todos los caminos que vinieron después.

Esa inmensidad desolada fue tomada como punto de encuentro por las gentes llegadas de las poblaciones que fueron ribereñas de aquel lago o mar interior, nacieron ceremoniales y confluyeron –andando el Tiempo y las religiones, sus Hijas– en una peregrinación anual con la Virgen María en el centro.

Era una Consagración cristiana de la Primavera en la que mandaban, por un lado, Almonte y, por otro, los frailes Mínimos, custodios de la ermita que, como la de Santa Olalla, de la cual sólo quedan unas casi imperceptibles ruinas, levantó por allí la política de asimilación de Alfonso X. Almonte no era más que uno más de los finisterres de aquel mar seco. Junto a Pilas, Hinojos, Coria o Villamanrique (y con Sanlúcar enfrente) respigaba los escasos restos de la hecatombe que las poderosas casas nobiliarias de la zona desdeñaban y desta manera se hizo con el Símbolo cuando la Virgen de las Rocinas pasó a ser su patrona.

El libro ‘Wild Spain’

Le dio igual que en el Condado mandara La Palma y que Bollullos pugnara por ser su par, que Villamanrique fuera de los Zúñiga o que los Medinasidonia presumieran allí de sus vacadas y llevaran sus toros a ser alanceados por el Emperador Don Carlos en la plaza de San Francisco de Sevilla.

Pero, así y todo, cuando Abel Chapman y Walter J. Buck recorrieron la península en los primeros años del siglo pasado recogiendo las noticias e impresiones que nos dejarían en su libro Wild Spain, miran la romería del Rocío como un acontecimiento rural sin darse cuenta de que, entre aquellas hermandades pueblerinas, estaba la de Triana.

¿Cómo había llegado a integrarse la guarda y collación de Sevilla en un engranaje de ceremonias ancestrales campesinas que tenían lugar en parajes desconectados de la ciudad? Pues, sencillamente, porque en ella había nacido una hermandad singular: no congregaba a la gente de un gremio o profesión, ni a las de una etnia, ni a las de un barrio. Tal vez fuera la única hermandad de pueblo de cuantas llenaban las calles y plazas sevillanas: era, ni más ni menos, el medio que encontraron unas familias almonteñas, asentadas en el arrabal, de no perder sus raíces y crearse una personalidad diferenciada.

La peste de 1833

Su momento les llegó en 1833 cuando, en medio de una peste que obligó a las autoridades a aislar Triana del resto de la ciudad sin que la medida sirviera para cortar el paso de la epidemia a los barrios de la otra orilla, los almonteños trianeros sacaron a la calle su estandarte –para ser preciso, el día 13 de septiembre– «con mucho acompañamiento, luces y colgaduras y lo llevaron por toda la población con muchas aclamaciones y religiosa alegría», según se dice en los papeles del Archivo Municipal.

Cada cual podrá pensar lo que quiera pero, como la pandemia remitió en el barrio mientras en Sevilla continuaba extendiéndose, puede afirmarse sin lugar a dudas que fue ese el día en el que la Virgen del Rocío entró en Triana y no el que se le ocurrió a Pérez Lugín y José Andrés Vázquez para el título de la novela. Y, al entrar en Sevilla por el mismo camino que seguían los reyes desde Felipe II, la romería comenzó a aburguesarse, a convertirse en un acontecimiento en el que el campo y la ciudad se mezclaban.

En los años siguientes a la corporación trianera le tocó otra lotería: la que rifaba Antonio de Orleans, Duque de Montpensier, para ver si también salía premiado con el trono de España. Con su protección no sólo las carretas que ponían rumbo al Quema desde San Jacinto fueron puestas en valor sino también otras partiendo desde puntos distintos y, en definitiva, la peregrinación misma que, en esos años, deja atrás a las que tenían como punto de llegada Cuatrovitas o la hacienda de Torrijos.

Sesenta años después echaría una manita un personaje insospechado de las latitudes de las que, anualmente, vienen los gansos: Vladimir Ilich Ulianov, Lenin, y su Revolución de Octubre. Ante ese peligro a Muñoz y Pabón se le ocurrió la coronación de la Virgen como Reina de Andalucía, que tuvo lugar en 1919, en medio de lo que, aquí, se conoció como «el Trienio Bolchevique».

Lo que son las cosas. Hoy los bolcheviques no son más que un cortísimo episodio en la Historia del Mundo. En cambio, los caminos sobre el lecho del Lago Ligustino y el que, anualmente, recorren los gansos desde San Petersburgo a Doñana siguen transitables. Como si nada. ~