«En Sevilla lo que menos me gusta es la doblez y falta de seriedad con el trabajo»

Científica. Tras 11 años trabajando en Stanford (California), una de las mecas de la ciencia, Abengoa la fichó para que investigara nuevas energías. Ha sido víctima de su desplome y de la falta de ofertas de empleo en su tierra natal para personas con su curriculum

Juan Luis Pavón juanluispavon1 /
14 oct 2017 / 21:30 h - Actualizado: 14 oct 2017 / 21:41 h.
"Abengoa"
  • Rosario Gómez García, investigadora especializada en bioquímica y microbiología. / Jesús Barrera
    Rosario Gómez García, investigadora especializada en bioquímica y microbiología. / Jesús Barrera

Es la modestia personificada. Rosario Gómez García me pide que no cite ni le dé importancia al premio que le concedió la Sociedad Alemana de Cardiología por su estudio sobre el papel del polifosfato inorgánico en la disfunción mitocondrial durante el infarto de miocardio y el daño por isquemia. Uno de sus hallazgos fruto de 11 años de investigación en laboratorios de instituciones científicas radicadas en el campus de la Universidad de Stanford, una de las mayores concentraciones de talentos de todo el mundo.

Sevillana de 45 años, discípula de Manuel Losada Villasante, Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica, puede representar perfectamente a ese segmento de la sociedad que prefiere trabajar a presumir. Y en la actualidad, tras sufrir personal y profesionalmente el desmantelamiento del potente centro de I+D que Abengoa articuló en pos de sustentar su estrategia de innovación energética, para el que la ficharon, ella también encarna las grandes dificultades que padecen los investigadores con alta cualificación para encontrar un empleo en el mercado laboral de la capital andaluza.

Rosario Gómez García vivió su infancia entre la calle Feria y la Macarena, y a partir de la adolescencia en Nervión. Su padre trabajaba como empleado de banca, y su madre como ama de casa. Tiene un hermano, que es catedrático de Física en la Universidad de Sevilla. Estudió en el Colegio Vedruna y en el Instituto Luca de Tena.

¿Qué le hizo decantarse por ser científica?

Varios factores. Un hermano de mi padre era médico. Tuve muy buenos profesores de Química. Me gustaba mucho estudiar y me fui interesando por las ciencias. Recuerdo que en el instituto me dieron una clase de Biología y me explicaron cómo se transfiere la información genética desde el ADN a la proteína, y me pareció algo precioso, fascinante. Sentí que lo que más me gustaba era entender el mecanismo de los procesos en la vida. No tenía claro si iba a hacer la carrera universitaria de Biología, Química o Medicina. Mi tío me dijo: “Elige Química, es la ciencia troncal”. Y le hice caso.

¿También tenía clara su vocación por la investigación?

Siempre me ha gustado estudiar una cosa a fondo y poder tener cierta autoridad sobre ello. La investigación es apasionante. Cuando articulas un proyecto, estás deseando volver al laboratorio porque quieres ver el resultado del siguiente experimento. En esas fases de trabajo, lo vivo con especial pasión y me parece el mejor trabajo posible.

¿Eso lo aprendió de Manuel Losada Villasante cuando le dirigió su tesis?

Sí, Don Manuel inculcaba con entusiasmo cómo emprender investigaciones, y no conformarme con buscar una plaza de profesor para dar clases. A mí, con su magisterio en el fosfato, me convenció para hacer la tesis sobre pirofosfatos y salir al extranjero para hacer el posdoctorado sobre polifosfatos.

¿En su época de estudiante se daba por buena la inercia de que la ciencia era cosa de hombres?

Había tics machistas, y precisamente Don Manuel no tenía esa mentalidad. Había un catedrático que dejaba siempre la taza del café a la vista para que alguna becaria se la lavara. Yo me quitaba de en medio. Recuerdo que, cuando terminé la tesis, un miembro del departamento me dijo: “Pues ya que has hecho la tesis, dedícate a dar clases, que es un trabajo muy bueno para una mujer. Te buscas un colegio...”. Se presuponía que las mujeres han de dar el paso atrás ante la dificultad que supone vivir varios años fuera, si quieres formar una familia.

¿Logró becas para dar el salto?

He logrado varias becas, y la más importante fue la beca Beckman, para trabajar desde 2002 en el Beckman Center de la Universidad de Stanford, en California. Además, Losada me había animado a elegir ese destino, y le habló de mí a su amigo Arthur Kornberg, legendario científico que recibió el Premio Nobel de Medicina junto con Severo Ochoa por haber logrado la replicación del ADN. Uno sintetizó la DNA polimerasa y el otro la RNA polimerasa.

¿Qué gastos le cubría una beca como esa?

Un salario de unos 4.000 dólares al mes, que no era mucho ante el nivel de vida tan caro que hay en la Bahía de San Francisco. Y además pagaban los gastos para asistir cada año a tres congresos científicos vinculados a tu especialidad, fuera cual fuera el país donde se celebraran. Con ese salario podía tener dinero para pagar los gastos que suponía publicar una investigación en una revista científica. Porque las publicaciones de referencia como ‘Nature’, ‘Science’ y otras hacían de lobby, cobraban por entonces entre 400 y 500 dólares para incluir un buen artículo validado por científicos de prestigio. Por eso surgió, precisamente desde Stanford, un movimiento en pro de la gratuidad en la transferencia de conocimiento científico, y se creó la revista Public Library of Science (PLOS), que es de acceso libre.

¿Le resultó difícil adaptarse al nivel de exigencia y al sistema de trabajo en Stanford?

Fue duro porque se trabaja muchísimo, pero todo son facilidades para trabajar a fondo. El día que aterricé, Arthur Kornberg envió al aeropuerto a un integrante de su laboratorio para recogerme. Yo pensaba que me llevaría a la residencia donde iba a alojarme, tras un viaje tan largo. Pero no, con las maletas a cuestas directamente me trasladó al despacho de Kornberg. Quería conocerme y que le diera mis ideas sobre mi proyecto de investigación. Al día siguiente, ya comprobé que a las siete y media de mañana estaba todo el mundo trabajando en Stanford. En el laboratorio, los únicos norteamericanos eran mi director y la secretaria. Los demás eran un indio, tres chinos, un coreano, un inglés, un sueco y yo.

¿Cómo se trabaja a las órdenes de un Nobel?

Arthur Kornberg era una leyenda de la ciencia. Y una persona muy amable. Tenía una enorme agilidad mental para sacar rápidamente conclusiones cuando veía los resultados de nuestros experimentos. Y tenía la habilidad psicológica de poner a cada persona del equipo en el lugar que le correspondía. Era muy estricto y severo a la hora de juzgar los experimentos, a la vez que su trato era muy agradable. Como sus nietas eran de mi edad, cuando ellas iban a visitarlo, me invitaba a su casa, en aras a favorecer mi integración en la sociedad californiana.

¿Existen diferencias de origen, en el sistema educativo, en el método o en la mentalidad, que dificultan la cohesión entre cientificos asiáticos, europeos y norteamericanos?

Sí, y Kornberg era magistral gestionando las diferencias, sabiendo compartir la información que todos necesitábamos disponer. Porque, por ejemplo, hay una gran diferencia entre la forma de trabajar de los japoneses y la de los chinos. Los primeros son más metódicos, los segundos son más impulsivos. Él decía que es más difícil manejar las relaciones entre personas que entre proteínas.

¿En qué consistió su línea de investigación sobre polifosfatos?

Kornberg ya había descubierto las enzimas que llevan a cabo la síntesis de polifosfato en bacterias, y el papel que tiene el polifosfato en distintos estadios celulares. Es necesaria una cantidad de polifosfatos en la célula para que se pueda llevar a cabo el estado de infección. Y no se sabía el por qué. Ni cómo se produce la síntesis en organismos superiores. Ahí entré yo para centrar mi investigación, en una temática a la que he dedicado muchos años.

¿Cómo se materializó?

Hay una ameba, ‘dictyostelium discoideum’, que tiene una versión procariótica de la enzima. Es decir, estas amebas conservan proteínas de bacterias y adquieren proteínas de carácter eucariótico. El trabajo que hice en ese momento fue crear un mutante en esa proteína, ver qué fenotipo tiene el individuo resultante al que le falta esa función, e intentar caracterizar un segundo sistema de síntesis de polifosfatos. Publicamos las características fenotípicas del mutante de la polifosfato quinasa I, y después aislamos una segunda forma de polifosfato quinasa que resultó ser una proteína filamentosa de características parecidas a la actina, lo cual era muy interesante, porque abrió la puerta a otro tipo de estudios. Diez años más tarde se ha visto que el polifosfato es necesario para que se formen ciertas estructuras filamentosas en el cerebro.

¿Qué cualidad tuvo que mejorar más para consolidarse en Stanford durante once años?

Hablar en público. Kornberg valoraba muy bien la calidad de mis trabajos. Y me animaba a superar mi timidez y ser capaz de ‘vender’ mejor mis proyectos. Era consciente de la importancia de la comunicación para que los científicos sean capaces de ser seleccionados, y capten financiación, inversores, acuerdos con empresas, etc. Por eso, todos los jueves, me puso como tarea hablar en público, estando él delante. Además, una vez al año, en un lugar precioso, Lake Tahoe, donde todos los investigadores hacíamos en cabañas como una especie de retiro, cada uno presentaba su trabajo, era una forma de examinarse en público a ojos del resto de la comunidad científica. Supongo que pasé los estándares, porque tras fallecer Kornberg en 2007, me pidieron quedarme. Y entré en la Carnegie Institution, que tiene una sede dentro de Stanford, y pude disponer de un laboratorio.

¿Con qué medios pudo contar?

Para seguir profundizando en los polifosfatos y fosfonatos, el primer presupuesto anual que manejé fue de unos 600.000 dólares. Eso incluía mi salario, el de los técnicos y el de los jóvenes investigadores, que yo pude seleccionar recabando en Stanford talentos con aptitud e interés para trabajar mucho en esta materia. En Estados Unidos hay mucho dinero para la ciencia y te respaldan, pero hay que aprovecharlo bien, demostrar que el proyecto va por buen camino y justificar todos los gastos.

¿Internet y las redes sociales le permitieron mantener el contacto con su entorno personal de Sevilla?

Sí, a mis mejores amigas les hacía ilusión la comunicación por Skype, les gustaba ver por dentro mi apartamento en California. En esos años, para estar mejor asentada, adquirí también la nacionalidad norteamericana.

¿Cómo la fichó Abengoa?

Directivos suyos me conocieron en Estados Unidos. Su primera propuesta no me convenció, la segunda fue mejor, como científico senior, y en 2012 mis padres en Sevilla empezaban a padecer enfermedades severas. Pensé que debía retornar y acepté. Cuando se lo comenté a Arthur Grossman, el científico jefe de mi departamento en Stanford, me dijo que estaba loca como una cabra. “¡Volverás!”, exclamó.

Era también un cambio radical, desde la investigación pura a la investigación aplicada con fines empresariales.

Sí, querían articular la división Abengoa Research sobre todo para mejorar la producción de energías renovables usando sistemas biológicos, llegué cuando estaban José Domínguez Abascal, Manuel Doblaré y pocos más. Yo investigaba en un polímero que está involucrado en el origen de la vida, y en Estados Unidos conocía a científicos como yo fichados por empresas farmacéuticas, por industrias energéticas. Por eso no me chocó que quisieran contratarme. Y acudí a conocer laboratorios en Berkeley y en Copenhague vinculados a empresas para inspirarme a la hora de pensar cómo estructurar un laboratorio que diera rendimiento dentro de Abengoa.

¿Qué logró materializar?

No hubo tiempo. Tras culminar todo el proceso de contratar al equipo científico, y diseñar y montar el laboratorio, la empresa decidió cambiar la idea inicial de nuestras investigaciones. La orden era producir dinero inmediatamente. Pero en la ciencia no se descubre en un año la pólvora, ni de buenas a primeras te haces rico o solventas las deudas. Además, hubo muchos cambios de altos cargos, y todo fue una cadena de bandazos. Había varias líneas de investigación que no dio tiempo a finalizar, todo quedó a medias, en la búsqueda de generación de energía mediante la degradación de compuestos como la lignina, que se extrae de la biomasa, o en hidrocarburos de cadena larga que son compuestos del petróleo.

Cuando se hunde Abengoa y usted pierde su empleo, ¿no confiaba en que las autoridades españolas, andaluzas y sevillanas intentaran aprovechar para otros usos de I+D la gran cantidad de investigadores que conformaban Abengoa Research? Era la mayor concentración de capital humano que se había conformado en España para esos fines.

Eso me decían durante 2015 desde laboratorios en otros países, pensaban que Andalucía intentaría retener esos equipos, una masa crítica de científicos de alto nivel. Y no entienden que ni se haya intentado. La mayoría se marcharon para buscarse la vida lejos de Sevilla. Yo me he quedado por mi situación familiar, atendiendo a mis padres en sus enfermedades, y he sufrido todo el desmoronamiento de Abengoa. Ha sido muy duro.

¿Cómo fue su reencuentro con Losada Villasante?

Muy bien. Cuando entró en crisis Abengoa, me dio muchos ánimos y me decía: “Tú no has fracasado, ha fracasado Abengoa, vete otra vez a América”.

Son miles los científicos españoles en el extranjero a los que resulta casi imposible encontrar una plaza en su país para retornar e investigar aportando todo su potencial.

He mandado muchos curriculums a empresas de Sevilla. Nada. Estaba tan deprimida con todo lo sufrido en Abengoa que me fui a California un mes, porque necesitaba irme, no escuchar acento andaluz, no quería saber nada.

En España, para el 80% de los empleos no se hace un proceso de selección, sino que se elige a alguien conocido por quien decide.

Ya. Y falta seriedad. Vi una convocatoria en Sevilla para una empresa de investigación médica vinculada a la actividad hospitalaria, me seleccionaron para entrevistarme y me dicen que van a contar conmigo. Pasan las semanas, no me llaman, y cuando contacto con ellos, me responden que no tienen el dinero que les habían prometido, y que no hay trabajo. Y ni se disculpan.

¿No ha optado por las oposiciones?

También. Me presenté a oposiciones en España del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Aunque hay candidatos establecidos, yo quería hacerlas para medirme con los demás. Y también hice una oposición en Francia a catedrático del CNRS, que es el equivalente al CSIC. No me la dieron, como me esperaba, pero deseaba probarme en la sede de gran organismo, y mejorar mi autoestima. Y en EEUU hice otro examen con mucho mejor resultado, me han abierto las puertas a retornar.

¿A qué se quiere dedicar ahora en la ciencia, ya sea en Sevilla o en EEUU?

Quiero dar un viraje hacia la biomedicina. Como el polifosfato está implicado en el mal de Alzheimer, la enfermedad que tiene mi madre, me motiva aún más dedicarme a caracterizar los acúmulos de la proteína beta-amiloide con polifosfatos en el cerebro de los enfermos. Un trabajo que puede ser potencialmente interesante para la ciencia médica. Por el momento, estoy colaborando con el Colegio Internacional San Francisco de Paula, ayudándole en el diseño de investigación.

¿Qué le gusta y qué le disgusta tanto de la sociedad sevillana como de la californiana?

Me gusta mucho la seriedad y formalidad en el trabajo que hay en California. Te facilitan la labor, es muy fácil hablar con tus jefes, es transparente desde el principio con qué medios cuentas, cómo es la contratación, etc. Los americanos hablan con más franqueza y sinceridad. El único pero es descubrir que dentro de Estados Unidos hay muchas Américas que no son California y donde la convivencia no es así. En Sevilla veo mucha doblez, hay muchas cuestiones que nunca están claras. Me disgustan la falta de seriedad en relación con el empleo y con el trabajo, y la mentalidad cotilla. De Sevilla me gusta que se vive en un ambiente más alegre y relajado. Me encanta estar en una terraza, tomarme una cerveza y conversar.