«Me costó encontrar mi rumbo tras 24 años de hospitales e internados»

Premio Mujer de Sevilla 2016. Su labor para sacar del ostracismo a mujeres del Distrito Cerro-Amate la redime también a ella de una biografía de dolor, soledad y marginación

Juan Luis Pavón juanluispavon1 /
18 feb 2017 / 20:25 h - Actualizado: 18 feb 2017 / 22:01 h.
"Son y están"
  • Mila Obama Mangue, en la sede de la Asociación de Mujeres Carmen Vendrell, en la barriada sevillana de La Plata. / Jesús Barrera
    Mila Obama Mangue, en la sede de la Asociación de Mujeres Carmen Vendrell, en la barriada sevillana de La Plata. / Jesús Barrera

«Estoy más que acostumbrada a hablar en público, pero me emocioné mucho durante mi discurso porque miraba la sala [el Salón del Almirante] y el 80% de los asistentes eran mujeres con las que trabajo, habían ido expresamente al Alcázar para darme su cariño. Me llena de orgullo que me concedan el título de Mujer Sevillana del Año porque quiero muchísimo a esta ciudad. Y me honra que desde el distrito Cerro-Amate me propusieran, y en el Ayuntamiento mi nombre fuera el más votado por todos los partidos políticos cuando se expusieron todos los curriculum. Durante el acto, en el que estaba el alcalde, Juan Espadas, se me acercaron dos concejalas del PP para decirme que también me habían votado”.

Testimonio de Mila Obama Mangue, experta en técnicas de desarrollo personal desde la perspectiva de género, mientras, a las nueve de la mañana de un miércoles de febrero, la van saludando, con cara de ilusión, las vecinas de la barriada de La Plata que llegan para hacer gimnasia en el centro social de la Asociación de Mujeres Carmen Vendrell, impulsada por las hermanitas de la Asunción. “Ellas, y las monjas jesuitinas, han marcado para bien mi vida en Sevilla».

¿Cuál fue su mensaje al recibir ese galardón?

–Entiendo el reconocimiento a mi trabajo como el de señalar a un eslabón de una cadena. Yo soy solo un eslabón, soy solo una gota en el océano de tantas mujeres que se han dejado la piel y han vivido épocas muy difíciles. Estoy orgullosa de haber podido conocer a personas que han despertado mi conciencia de género y mi conciencia de mujer.

Creo que su biografía es aleccionadora. ¿Cómo salió de Guinea Ecuatorial, su país natal?

–Nací hace más de 50 años en la zona de Río Muni, en los poblados más cercanos a la selva ecuatorial. Aún era territorio español. A los 18 meses me llevaron a España porque sufrí la polio. Al parecer, a mi padre le dijeron los médicos que o me enviaban a Madrid, o moriría. Mi madre no quería autorizar el traslado. Y mi padre, en un momento en el que no estaba mi madre, me llevó a las monjas para que se hicieran cargo de mí y viajara con ellas a España, siento mi tutor el Estado español. Y estuve hasta los 24 años entre hospitales e internados.

¿Tenía la nacionalidad española?

–Teóricamente la tenía acreditada legalmente, pero cuando a los 24 años me emancipé, quisieron aplicarme las normas que habían creado para los inmigrantes cuando España negoció su incorporación a la Comunidad Europea y comenzó el proceso de regularización de los extranjeros no comunitarios. Para mí fue un calvario, tuve que ir a todos los lugares donde había estado viviendo para que me hicieran certificados acreditando todo el tiempo que residí en ellos: el Hospital del Rey (ahora Carlos III), en Madrid, donde estuve hasta los 9 años; el internado y colegio de Torre del Mar (Málaga), al que me enviaron entonces, y así sucesivamente.

¿Qué cambió en su infancia en el traslado de Madrid a Málaga?

–En el internado de Torre del Mar me nació la conciencia social, porque todas éramos niñas de familias muy desestructuradas, con situaciones familiares bastante graves, algunas bastante violentas. Todas sabíamos la vida de las demás compañeras, y percibí que era un lugar al que se enviaba a quienes se consideraba el desecho de la sociedad.

¿Cuándo llegó a Sevilla?

–Sevilla es mi ciudad desde que tengo 16 años, llegué para hacer el Bachillerato en el Instituto Luca de Tena y residir en el internado de las monjas jesuitinas, en Nervión (calle Padre Pedro Ayala). Es la primera vez que se me trata como persona. Tuvieron que sufrir cómo afloraban mis carencias afectivas, mi deseo de saber más sobre mi identidad y mis orígenes, mi rebeldía. Porque, en mi niñez en el hospital madrileño, a veces pensaba que me engañaban y que no era mi padre, sino los médicos, quienes me escribían las cartas que me daban. Cartas muy breves, sin fotos, en las que siempre me decía: «Hija, tienes que estudiar... Hija, ha nacido un nuevo hermano...». En 1985, con 18 años, las jesuitinas lograron que pudiera viajar a Guinea en Navidad para buscar a mi familia. Ya había tenido lugar el golpe de Estado mediante el que Teodoro Obiang se hizo con el poder.

¿Los encontró?

–Llevaba un billete de ida y vuelta para más de 20 días y, preguntando aquí y allá, hablando con autoridades, quedándome a dormir en colegios de monjas, tardé 15 días en encontrar a mi padre, estaba cerca de la frontera con Camerún. Y pude conocer a mis hermanos, solo tuve cuatro días para convivir con la familia. No resolví todas mis dudas. Cuando regresé a Sevilla, yo estaba en Tercero de BUP. Y los profesores del Instituto Luca de Tena me dijeron que volví rara, sin saber asimilar aquel viaje. Cierto. Me costó años asimilar mis dificultades para asentar mi identidad. Di muchos bandazos.

¿Cómo sobrellevaba su enfermedad?

–Pasé por muchos hospitales. De niña, en Madrid, me hicieron una operación de alargamiento de la pierna izquierda colocándome unos hierros. Pero, a los 10 años, los huesos aún están muy débiles, y la rodilla izquierda se me fue completamente para atrás, tenía una curvatura tremenda. Y sufrí un tremendo choque cuando ya era adulta: necesitaba ser operada de nuevo y, como no estaba bajo la tutela del Estado, en todos los hospitales me decían que no me operaban, porque no tenía cobertura de seguro. Por fin, en Sevilla, en el Hospital de San Juan de Dios, los hermanos me conocieron y decidieron hacerse cargo de la operación.

¿Cuándo comenzó a implicarse en labores de compromiso social?

–Con Sevilla Acoge y en labores con inmigrantes. Fundadores de esa asociación, como Reyes García de Castro y Leonardo Castillo, que eran dos personas sensacionales, me ayudaron, me buscaron alojarme en un piso con otros estudiantes, me pagaron los estudios. Empecé en Magisterio, pero yo no estaba convencida, me seguía sintiendo alguien a quien los demás le decidían qué hacer.

¿Y dio más bandazos?

–Sí, hasta que, años después, encontré mi vocación estudiando y aprobando en Sevilla la carrera de Geografía e Historia con la especialidad de Antropología Social y Cultural. Para enderezar mi rumbo, fue muy importante retomar el contacto con un grupo, Brotes de Olivo, que conocí en Torre del Mar, con un sentido profundo de la espiritualidad religiosa. Los encontré viviendo en comunidad en Niebla (Huelva) y me quedé con ellos un año en su comunidad Pueblo de Dios. Reflexioné mucho sobre mi vida, y me di cuenta de que siempre estaba con la escopeta cargada, veía a la vida como a una enemiga. Empecé a valorar que, aunque carecía de protección familiar, también yo había tenido el cariño de mucha gente que me apoyaba de modo altruista. Entendí que la vida no es lo que te pasa sino lo que tú haces con las cosas que te pasan. Y que de cualquier situación se puede salir adelante.

¿Cuál fue su primer trabajo?

–De nuevo en Sevilla, me ganaba la vida en el servicio doméstico, y también dando clases a niños. Cuando empecé la carrera universitaria, estuve trabajando como interna en un piso de Los Remedios, cuidaba a una señora de 88 años que vivía en la calle Asunción. Entré allí a condición de que pudiera ir a mis clases. Así estuve hasta tercero de carrera, cuando me dieron la nacionalidad española, y una buena beca. Pude respirar un poco y ya no estar obligada a trabajar siempre para poder estudiar.

¿Qué personas han sido los mejores faros de su odisea?

–En mi etapa infantil, cuando, con 10 años, volví a Madrid para que me operaran de nuevo, conocí a José Francisco García de Ceballos. Una eminencia que había renunciado a casi todo, y fue de los primeros que se dedicó en España a ayudar a los inmigrantes, por ejemplo buscándoles abogados para que no les metieran en la cárcel. Antes de hacerse jesuita e irse a El Salvador, donde estuvo con jesuitas como Ellacuría, fue la primera persona que me llevó a un cine y a un teatro. Y quien me puso por vez primera en contacto con inmigrantes, y con africanos. Con 10 años, siempre en los hospitales, yo no había visto a ningún negro. Me hizo descubrir cómo viven y cuáles eran sus circunstancias en España. Porque yo, con diez años, no conocía a ningún negro. Recuerdo cómo me llevaba a pisos en Madrid donde vivían hacinados muchísimos africanos.

¿Y en Sevilla?

–Anastasia Nzé, guineana exiliada, ya ha vuelto a nuestro país tras estar más de 30 años en Sevilla, llegó con su bebé, tuvo que dejar en Guinea a los tres hijos mayores. Sufrió el racismo más que yo, me despertó la conciencia política. Fundamos dos asociaciones de inmigrantes. La primera se llamó Ébano y Marfil. Pero solo acudían los hombres. Las mujeres se quedaban en casa. Es decir, una correlación de lo que se vive en África. Después fundamos una que era solo femenina, la llamamos Afromujer. Entre los temas a los que más dedicamos, destaco la atención a la violencia doméstica que muchas africanas vivían en sus hogares. Logramos disponer de abogadas para ayudarlas, y firmamos convenios con entidades para disponer de pisos donde refugiarlas a ellas y a sus hijos.

¿Por qué no continúa hoy esa asociación?

–Por desgracia, no conseguimos implicar a muchas mujeres para desarrollar las tareas organizativas. Cuando Anastasia volvió a Guinea y yo acabé mi carrera de Antropología Social y Cultural, no continuó Afromujer. Me fui seis meses a Guacho (Perú) para vivir una gran experiencia de cooperacion con población muy pobre y marginada. Apliqué allí con niños, mujeres maltratadas y discapacitados lo que había aprendido en Sevilla con la Fraternidad Cristiana de Enfermos y Minusválidos.

¿A qué se dedicó después?

–Cuando vuelvo a Sevilla, entré en contacto con el mundo de las asociaciones de mujeres. Conocí en una conferencia a Pilar Romero, una de las monjas que promovía desde hace muchos años el asociacionismo de las mujeres en todo el distrito. Al terminar ella su conferencia, me acerqué para hablar con ella y, desde la admiración, le propuse crear una escuela de participación ciudadana. Le gustó la idea, me pidió que redactara el proyecto, y la Federación de Asociaciones de Mujeres Cerro-Amate lo presentó en el Parlamento de Andalucía y fue seleccionado para recibir una subvención con el fin de llevarlo a cabo. Así empecé a impartir clases y cursos vinculándome al movimiento vecinal y social de este distrito.

¿Qué temas son la prioridad de esas clases?

–Sobre todo, concienciación de género. Que descubrieran la realidad de las mujeres desde una perspectiva histórica, y cómo empiezan algunas mujeres, en el mundo y en España, a reivindicar y lograr derechos para todas. Entender cuáles son los roles de género y los estereotipos, en qué consiste la discriminación de género, qué nos falta por conseguir, y cómo empoderarse. Me daba cuenta de que muchas mujeres, antes de asistir a estos cursos, no eran ni conscientes de la discriminación ni de la violencia que se había ejercido sobre ellas. Les había condicionado su bajo nivel sociocultural, y un entorno donde la desigualdad hacia la mujer era el ambiente usual. Lo que yo animo, impulso y hago a través de la formación es que cada una enfrente los propios retos de su vida. Y de esa manera, tú alcanzas la superación por ti misma. Yo te voy a dar una serie de técnicas, una serie de terapias, una serie de conocimientos. Pero después, hay un trabajo personal que lo tienes que hacer tú.

Es llamativo que las monjas sean el eje de la vertebración social y de la dignificación de la mujer en muchos barrios de Sevilla.

–Así es. Por ejemplo, las hermanitas de la Asunción en esta zona. Empezaron en las parroquias, reunían a mujeres y les daban clases de lectura y escritura para sacarlas del analfabetismo. A partir de ahí, les enseñaban sus derechos, y a adquirir conciencia de su dignidad. Y, en una siguiente fase, impulsaban su empoderamiento y a que fueran esas mujeres quienes se organizaran de modo asociativo y autónomo. Las monjas están en las juntas directivas de esas asociaciones. Por ejemplo, la que lleva el nombre de Carmen Vendrell, ya fallecida, que fue una de las monjas pioneras, y que también da nombre al centro social donde desempeño por las mañanas los trámites de redacción de proyectos, petición de subvenciones, labores administrativas,... Cuando termino, imparto talleres en el centro cívico, y por las tardes estoy dando cursos de crecimiento personal a grupos en las asociaciones de mujeres.

¿Dependen de los vaivenes políticos y burocráticos con las subvenciones?

–Sí, funcionamos gracias a ellas. Y tenemos que estar peleando a diario con la Administración para que nos paguen y no se retrasen más.

¿Acuden también mujeres inmigrantes?

–No. En todas estas asociaciones de barrio, la integración de mujeres inmigrantes es muy complicada. Es algo que tienen que hacerse mirar.

¿Hay un racismo implícito? ¿Un miedo a los inmigrantes de otros continentes?

–Sí, lo hay. A mí me costó mucho que me aceptaran. Ahora recibo mucho cariño y respeto. Mi explicación es: En estos barrios de clase trabajadora es donde más se sufre la crisis, hay mucha población en situación vulnerable. Se ha desarrollado a gran escala la economía sumergida. Y la llegada de rumanos, senegaleses, marroquíes, etc., la consideran una competencia para sobrevivir. El racismo entre una persona del barrio de Los Remedios y un inmigrante de La Plata no es igual. Es racismo cultural, pero no piensa: «Éste me va a quitar lo mío», que es lo que se oye mucho en esta zona. Se sienten vulnerables, y consideran que los servicios sociales favorecen más al inmigrante.

¿Qué les explica para rebatir ese prejuicio?

–Les sale un egoísmo innato en el ser humano, es muy difícil hacerles ver lo que se llama discriminación positiva: intentar ayudar más al que más lo necesita. Que entiendan cómo en España los lazos familiares están ayudando a superar la crisis. Y esos lazos familiares no los tiene el inmigrante. Por tanto, están en una situación mucho más desprotegida.

¿Es posible hacer evolucionar a personas de más de 60 años para que salgan del ostracismo?

–Sí, por supuesto. Eso es lo que mantiene alta mi motivación, porque mi remuneración es bajísima, yo también sufro muchas penurias para sobrevivir. En mis talleres de crecimiento personal, he aprendido a no incurrir en el error de situarme en un planteamiento teórico, sino a ayudar desde la vida real. Muchas mujeres que acuden son viudas. Se propicia, sin obligarlas, a que expongan ante el grupo su vida, sus preocupaciones... Las hay más reservadas que, cuando se habla de un tema con el que se identifican, ya comienzan a abrirse.

¿El luto es una condena que se autoimponen?

–Es un proceso con matices muy distintos en cada caso. Hay que respetar su luto. Pero sí hay que hacerles ver que eso no ha de consistir en que se anulen como personas. Muchas mujeres han sido personas tan dependientes de sus maridos, en una relación muy desigual, que, cuando ellos fallecen, consideran que ellas no son nada. Para mí es muy satisfactorio que muchas me digan: «Mila, ya he conseguido superarlo, gracias a tus clases tengo fuerzas para afrontar sin miedo la soledad, ya les he dicho a mis hijos que se pueden ir de casa, que no me tienen que acompañar de modo constante». El objetivo principal es que se valoren en su individualidad.

¿Los hijos las ayudan en ese proceso de autoestima?

–Muchas veces no son capaces de transmitirles esos valores. Son mujeres que se han sacrificado para que sus hijos tuvieran la educación que ellas no recibieron en su juventud. Por lo tanto, sus hijos las superan en nivel cultural, pero veo que muchas veces no las tratan bien porque emulan el rol de los padres. Y eso las aboca a minusvalorarse más. Cuando lo que necesitan es situarse ellas frente a sí mismas y dotarse de autoestima, paso imprescindible para que otra persona comience a considerarte con mayor estima. En estos grupos de mujeres con las que trabajo, muchas sí se han reencontrado consigo mismas. Y me dicen: «Esto me ha dado la vida».

¿Cómo es su segunda juventud?

–Es una maravilla que mujeres con más de 60 años dejen de pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor y asuman que ahora es su tiempo, ahora es su momento para hacer lo que no hayan hecho antes. Tienen enorme interés por aprender y por tener cultura general. Por eso ha aumentado muchísimo la demanda de talleres en el distrito. Y se apuntan a los cursos para conocer Sevilla. Les encanta utilizar el Metro. Y, las que tienen recursos económicos, no se pierden una excursión a los carnavales de Cádiz, a las Fallas de Valencia,... Son una explosión de vida que ha estado aprisionada, y ahora lo rebosa todo. Hay mujeres que solo salían de su domicilio para acudir a nuestros talleres porque les daba pavor salir de casa y enfrentarse a la vida cotidiana de la calle.

¿Percibe, por lo general, diferencias en el poder adquisitivo entre unos barrios y otros dentro de este distrito?

–Sí, hay grupos de mujeres en la zona de Juan XXIII, o en el Cerro del Águila, que están mejor económicamente en comparación con el nivel que se aprecia en Palmete o La Plata, por ejemplo.

¿El trabajo social con mujeres de edad avanzada es más difícil que con hombres?

–Es más difícil porque suelen tener aún menos formación, y se agarran para sobrevivir a determinados principios que son muy equivocados. Cambiar en su mentalidad esos principios cuesta muchísimo trabajo. Gratifica mucho cuando sí lo consigues. Por ejemplo, con mujeres que enviudan y somatizan tanto el dolor y la soledad que se mueven encorvadas, hundidas física y psicológicamente. Cuando ahora las veo que llegan por la mañana a su sesión de gimnasia, con la cabeza alta, sonriendo, es lo que más me recompensa.

¿Puede apoyar desde Sevilla a su propia familia?

–Desde hace dos meses y medio vive conmigo en Sevilla una sobrina de Guinea, de 22 años, la he traído porque su situación era muy mala y quiero que tenga la oportunidad que yo tuve. A la vida hay que devolverle lo que la vida te ha dado. El nivel educativo allí es muy bajo, la he matriculado en la Escuela de Educación de Adultos Manolo Reyes, que lleva el nombre de un gran impulsor de la educación popular, me gusta mucho el espíritu con el que trabajan sus profesores.