Financiación territorial e histórica

Los vagones del franquismo caminaron sobre los raíles del miedo. Hoy, sin embargo, hay que reivindicar decir ‘España’

20 nov 2017 / 06:24 h - Actualizado: 20 nov 2017 / 06:24 h.
"La memoria del olvido"
  • Colas ante un colegio electoral de Lérida en las elecciones de 1977. / Efe
    Colas ante un colegio electoral de Lérida en las elecciones de 1977. / Efe

Del «una, grande y libre» que campeaba sobre el águila imperial del escudo de la España de Franco, sólo era verdad la primera palabra porque todo su territorio fue obligado a permanecer unido bajo una ley despótica. Precisamente por eso, además de no ser grande, tampoco era libre. Pero el lema era predicado continuamente por la dictadura como un mantra superador de las vicisitudes por las que una nación, desacompasada con el ritmo europeo, había pasado en los cortos años de la II República.

Los vagones del franquismo caminaron siempre sobre los raíles del miedo y de la promesa de progreso que, en el fondo –tal como indicaba el lema del escudo– no era otra cosa, por una parte, que la inoculación de un complejo de superioridad infundado, el mismo que surge en medio de la embriaguez o de la intoxicación por estupefacientes, y que, como las borrachera, se pasaba en la inmensa mayoría de los hogares con la resaca de la dolorosa realidad de la paga de fin de mes. Era entonces cuando, desde la otra parte, aparecía el miedo para imponer la necesaria prudencia.

Antonio Cazorla, un almeriense, hijo de este agobio y que imparte docencia e investiga en la Universidad de Ontario (Canadá), ha analizado con claridad esta situación y, basándose especialmente en la documentación producida por el aparato falangista en los sindicatos verticales y en otras instancias sociales, en su libro Miedo y Progreso. Los españoles de a pie bajo el franquismo 1939-1975 llega a la conclusión de que el empresariado español –incluído el que tanto en el País Vasco como en Cataluña ha hecho gala de independentismo– tuvo en el Régimen un aliado imprescindible para la obtención de cuantiosas (e inmorales) ganancias sin que ni este país ni sus empresarios tuvieran que esforzarse por encontrar caminos para ser competitivos y sin preocuparse en absoluto de por donde iban los vectores económicos del mundo.

En este contexto, tanto las fuerzas políticas de izquierda como las que defendían el reconocimiento de la personalidad de los territorios con una lengua distinta al castellano (todas ellas operando en la clandestinidad) «borraron» el vocablo «España» de sus particulares manuales de identificación corporativa y del lenguaje políticamente correcto aunque, quizás, aun no supieran que el uno y el otro existían y cuando se logró restablecer las libertades esa práctica continuó dejando el uso –y, más que frecuentemente, el abuso– de vocablos como España o nación.

En los tiermpos que precedieron a 1992 y en ese mismo año España vivió, internamente, nadando en la euforia y, desde el exterior, siendo vista como un país que volvía a recuperar puestos perdidos hacía siglos en el concierto de las naciones. En ese contexto pareció que podría normalizarse lo que en cualquier otro país europeo es normal pero ese intento se frustró y, de nuevo, volvieron a instalarse en la izquierda circunloquios como «el Estado Español», «el Conjunto del Estado»...

Sólo ahora, inmersos aun en la mayor crisis que ha padecido nuestra democracia, parece que se abre paso la necesidad de que, desde diversas posiciones del arco político, se llame a las cosas por su nombre y se diga «España» o «nación» sin ambajes y sin connotaciones particulares.

Todo eso está muy bien pero, si reflexionamos, es algo que sólo toca la superficie del problema y no la esencia conceptual del trinomio que Franco y la Falange habían tomado de otro anterior: el de que España era, ni más ni menos, el resultado de la victoria de la cristiandad sobre el islam, una síntesis que, por un lado, nada tiene que ver con la Historia real, por otro, condena a una parte de la nación española (Andalucía) a ser «la parte perdedora» y, al final, deja de reivindicar a España ante Europa como uno de los vectores principales del Renacimiento.

Sólo un mimetismo tan huero como falso –el de presumir de «godos» del XIX (insulto en toda Hispanoamérica y Canarias)– puede seguir sosteniendo la tesis que pone a más de media España únicamente como nido de una serie innumerable de pueblos que llegan y se marchan tras dejarnos cada uno de ellos los huevos de su ADN. El prurito de ser «godos» con la misma intensidad y antigüedad que cristianos obvió con reiteración y contumacia dos cosas: la primera, que toda la Península Ibérica y, sobre todo, su mitad meridional, no pasó por la «negra noche de la Edad Media» porque aquí el saber greco-romano –desde la poesía a la filosofía pasando por la ciencia– siguió vivo sólo que, en vez de divulgarse en latín lo hacía en árabe (en el Imperio Romano de Oriente lo hizo en griego hasta la madianía del siglo XV) y, segunda, que ese saber pasó al resto de Europa desde aquí para encender las llamas renacentistas.

Da grima que Averroes esté en los versos de la Divina Comedia, de Dante, y en los frescos vaticanos de Rafael y aquí sigamos sin reivindicarlo como español con la cantidad de futbolistas que naturalizamos. Claro que es lo mismo que nos pasa con el filósofo Espinoza o con el Premio Nobel sefardí Elías Canetti.

Cuando se calmen las aguas de la tragicomedia representada en Cataluña, habrá que resetear la geografía española; también el manual de estilo y el habla políticamente correcta. Pero, para que todos los territorios españoles marchen en pie de gualdad, habrá que refundir la Historia. Si España quiere perder los complejos, la justicia en la financiación geográfica y la de los hechos históricos tendrán que ir cogidas de la mano.

Pero la tarea de acabar con la falacia que reina hasta hoy ha de realizarla Andalucía que es el corazón de esa «tierra de sucesivas naciones» en la que sobresalen los siglos de Al Ándalus.