Heráldica y folklore

Seguimos dando tanta importancia formal a figuras del pasado que las traemos hasta el presente para zarandearlas

02 ene 2018 / 13:46 h - Actualizado: 02 ene 2018 / 13:48 h.
"La memoria del olvido"
  • Exposición dedicada a Fernando III. / Gregorio Barrera
    Exposición dedicada a Fernando III. / Gregorio Barrera

No hay nadie a quien gusten más los escudos que a los habitantes de los países centroeuropeos y, particularmente a los de raíz germánica. En todos ellos no hay iglesia que no exhiba en sus paredes los de las familias y los héroes mitológicos del lugar ni bar en el que no cuelguen banderas llenas de emblemas en los que superabundan cruces, coronas, espadas, frailes, obispos, dragones y grifos, caballos y unicornios, águilas ducales, reales e imperiales... la Edad Media hecha bar o, si se lo prefiere, rincón de la cerveza o Bierstube. Es una vuelta simbólica a la Edad Media, cuando cada ciudad tenía su pendón dado que las casas nobiliarias poseían el suyo y las poblaciones estaban bajo la égida de alguna de ellas. Ahora aquellos «logotipos» han pasado a ser simples elementos decorativos que añaden ribetes folclóricos a las fiestas de unas gentes de mentalidad avanzada, conscientes de que también tienen héroes más recientes: las mujeres y hombres que llevaron a esos territorios hasta los puestos de cabeza de la modernidad y el bienestar en los que viven.

Todo lo contrario de lo que sucede aquí donde seguimos dando tanta importancia formal a figuras del pasado que las traemos hasta el presente para zarandearlas como si fueran vecinos del barrio mientras, por otro lado, somos incapaces de aupar a lugares destacados a quienes forjaron las condiciones que nos han permitido salir de un estado de postración y ponernos en niveles europeos. Eso es lo que podía deducirse la otra mañana de argumentos que se desgranaron en el pleno municipal donde se discutía sobre el escudo de Sevilla. Escuchándolos surgía la perplejidad ante la capacidad de viajar mentalmente en el tiempo que hemos adquirido a fin de poder quedarnos tan tranquilos adjudicando a gente de hace muchos siglos conceptos que pertenecen al nuestro. Supongo que, a lo mejor, eso forma parte de la evolución y lo mismo que hace millones de siglos unos animales conseguían que les saliesen alas a fin de poder volar y buscarse de esa manera el alimento, ahora la falta de ideas para actuar en el presente y el desconocimiento del pasado, se compensan con la capacidad reinterpretativa que, con tal de arrimar el ascua a la sardina, lo mismo sirve –como se se hubiera estado allí– para narrar los pormenores de la Transición que los de la entrada en Sevilla de Fernando III.

En esos parámetros se movían los que criticaban que la figura del rey Fernando llevara una espada en la mano como si, hace 800 años, hubiera existido algún monarca en el mundo que hubiera sido representado sin ese arma, y también quienes –cayendo en clichées actuales– lo calificaban de «islamófobo» sin tener en cuenta (o sin saber) que, en primer lugar, él y su hijo Alfonso X habían entrado triunfalmente en Sevilla flanqueados por el rey de Granada Alhamar y por el hijo del rey de Baeza Abdelamón, echando de la península ibérica a una dinastía, la de los almohades, que bajando de la cordillera del Atlas, habían pasado el Estrecho de Gibraltar apenas cien años antes.

Tampoco se acordaban que el monarca de Castilla y León se adjudicó el título de «Señor de las Tres Religiones» y que todavía podemos ver su epitafio sepulcral escrito en castellano, árabe, hebreo y latín.

A Fernando III lo escoltan en el escudo dos obispos, Isidoro y Leandro. Dejando de lado la mentalidad simbolista propia de los que confeccionaron estos paneles, se trata de dos figuras importantísimas en el período difícil que va de la disolución del Imperio romano al comienzo de la Edad Media, en especial la del primero, Isidoro, porque si no hubiera dedicado su vida a recopilar cuanto quedaba del saber clásico greco-romano, probablemente ni Al Ándalus ni el Mediterráneo medieval hubieran podido gozar de la ciencia de la que hicieron gala ni, tampoco, transmitirla a la Europa del Renacimiento, algo en lo que no se han insistido nunca por aquí, tal vez porque, con más frecuencia de la debida, se ha perdido el tiempo en críticas inanes.

En realidad, tomando una idea muy conservadora de lo qué es la Historia, muchas de las mentes progresistas de esta tierra –no sólo las de ahora sino también las de otras épocas– dedicaron mucho más tiempo y esfuerzo a denostar a determinados personajes del pasado que poner en valor la obra de otros muchos. Se ha perdido más tiempo en debilitar a figuras de reyes, políticos y militares que poner luz sobre la estatura intelectual, científica y moral de personalidades renacentistas, de la Ilustración, de nuestro siglo XIX o de principios del XX, de los que lucharon y hasta dieron su vida ante el golpe de Estado de 1936 y de los que, en los años de plomo, se esforzaron en acabar con la dictadura y devolver a la gente las libertades que habían sido secuestradas.

Mientras se siguen desgranando argumentos sobre los pormenores del viejo escudo de la ciudad, continúan olvidados hechos muy recientes, por ejemplo los que sucedieron en los años sesenta y setenta en lo que fue la comisaría de Policía de la Gavidia, el lugar donde tuvo su sede la Brigada Político-Social y donde sufrieron interrogatorios y torturas cientos de demócratas, luchadores contra el régimen de Franco a la mayoría de los cuales aun no se les ha concedido la visibilidad y la palabra sin que, al parecer, esa izquierda, crítica con el rey Fernando o el sabio Isidoro, se acuerde de ellos.

Pero tendríamos que ser conscientes de que, mientras eso sucede, el tiempo continúa excavando la mente de la colectividad y la memoria deshaciéndose en el polvo del olvido. De un olvido sobre el que no nacerán semillas nuevas: sólo aquella de la brotará la repetición de los dolores padecidos.