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Actualizado: 04 sep 2017 / 08:00 h.
  • La toma de Granada por los Reyes Católicos según la plasmó Francisco Pradilla en 1882. / El Correo
    La toma de Granada por los Reyes Católicos según la plasmó Francisco Pradilla en 1882. / El Correo

El veto a la película Lo que el viento se llevó por parte de algunas comunidades de Estados Unidos porque denigra a las personas de raza negra es una prueba más de que en los llamados países desarrollados de nuestro mundo tiene un fenómeno propio de los períodos históricos en los que predominó la decadencia: el del imperio de una corrección política impuesta por unas minorías que, bajo la excusa de evitar las agresiones, intentan en realidad borrar el pasado con la misma técnica con la que el avestruz o los niños pequeños pretenden desaparecer: tapándose los ojos.

Si se sigue por ese camino (y hay muchos signos indicando que así puede ser) el mundo entero llegaría al mismo punto que los ciudadanos que mostraba la novela de Ray Bradbury Fahrenheit 451, con nula formación cultural, sin alguna capacidad reflexiva y teledirigidos física y mentalmente por un poder omnímodo a través de programas de televisión.

Pero eso que sucede hoy de forma episódica en muchos países fue lo que pasó casi siempre en la Historia de España donde, de forma consuetudinaria, se dio a lo largo del tiempo una auténtica disociación entre lo realmente acontecido y aquello que se reflejaba en los libros y en las aulas. Y todo porque el devenir de esta tierra se explicó casi siempre partiendo de la idea de que su eternidad, sus límites, la personalidad y la religión de sus habitantes eran dogmas de una extraña fe y, por tanto, no podían ser puestos en cuestión. Ello fue lo que llevó a Julio Caro Baroja a escribir un hermoso ensayo al que puso por título Las falsificaciones de la Historia (en relación con la de España).

Esta nación había sido siempre la misma: poco importaba que, tras la derrota en la Guerra de los Treinta Años (la verdadera I Guerra Europea), pasaran a ser franceses el Rosellón y la Cerdaña. También sus verdaderos habitantes habían tenido unánimemente idéntica religión aunque hubieran existido miles de españoles insignes que profesaban creencias distintas a las católicas. Lo uno y lo otro se obviaba de un plumazo en esos textos que, escritos y enseñados de generación en generación, ponían todos los acentos en la inmutablilidad.

La creencia en genealogías míticas de reyes que provenían de personajes bíblicos no se desarrolló únicamente en España sino que fue algo común a muchos países europeos hasta un cierto momento histórico, más o menos coincidente con los prolegómenos de la Ilustración. A partir de ahí comenzaron a producirse las evoluciones o revoluciones que llevaron a todos ellos a la modernidad.

Eso no sucedió aquí donde, ni siquiera, se dieron los episodios de Il Gattopardo llamados a cambiarlo todo para que todo siguiera igual... pero de otra manera. La vieja España imperial comenzó a hacer agua con los impactos de las culebrinas y bombardas en la batalla de Rocroi, pero fue un barco desarbolado que nunca llegó a hundirse y, por eso, nunca pudo ser reflotado con las carruchas y poleas de una nueva –moderna– conciencia colectiva. No soplaron aquí vientos nuevos que se llevaran los jirones del pasado.

Los franceses modernos nacen con La Marsellesa, los británicos con Cronwell, los italianos y los alemanes parten de la unificación de cada uno de sus países, los portugueses, holandeses, irlandeses, finlandeses y griegos en sus respectivas luchas por la independencia... pero la última gesta nacional española sigue siendo lo que dio en llamarse Reconquista y terminó en la toma de Granada por los Reyes Católicos, o sea, por dos monarcas (Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón) que reunían en sus coronas los reinos de lo que sería España excepto Navarra, entonces en manos de la corona francesa, y las Islas Canarias, aún por colonizar en su mayor parte.

Pero, aunque Navarra fuera incorporada a la monarquía peninsular en 1512 –ocho años después de la muerte de Isabel por tanto– y a las Canarias les quedara aún más tiempo para ser propiamente españolas, lo que pasó a la Historia fue que había sido la toma de Granada al último rey de la dinastía nazarí lo que culminó la unidad de España, conseguida, simbólicamente, por la cooperación de los reinos cristianos.

Es ahí donde se puso entonces la base y razón de la existencia de la nación española y se pusieron en el siglo XIX la de aquellos lugares que comenzaban a levantar las banderas soberanistas, Cataluña y el País Vasco, principalmente. El viejo nacionalismo y los nuevos que aparecieron en esos territorios son, en realidad, el mismo porque ni en la totalidad de España ni en alguna de sus fragmentos triunfó el pensamiento que abrió los demás países europeos a la modernidad. Cada vez que, a lo largo de los siglos y, sobre todo, del XVIII, el XIX y el primer tercio del XX, se delineó la posibilidad de que se diera ese paso, la posible nueva realidad se frustró y a la Historia común no pasaron ni esos intentos, ni los hombres, mujeres e instituciones que los promovieron.

De esa paradójica Historia Mítica de España es de la que nacen las no menos míticas Historias de cada uno de los territorios que hoy la componen. De ello se percató, hace ahora más de dos siglos, Juan Antonio Llorente, tal vez porque, primero, fue inquisidor y, después, un liberal, rara avis puesto que, hoy, lo frecuente en nuestros rifirrafes domésticos es ver a liberales convertidos en inquisidores.