En medio de un frenesí desaforado, cerca de 400 personas entre familiares, amigos, compañeros y medios de comunicación –casi un tercio de los presentes, sirva de ejemplo de la expectación concitada–, dieron la noche del martes una calurosa bienvenida a Sevilla a Manuel Blanco, Julio Latorre y José Enrique Rodríguez, los tres bomberos sevillanos miembros de la ONG Proem-Aid que fueron detenidos la pasada semana en Grecia acusados de tráfico de personas y de posesión ilegal de armas, y que solo fueron liberados tras casi 70 horas en los calabozos de la isla helena de Lesbos.

«Aunque hemos vivido todo esto en primera persona, no somos conscientes de lo que ha pasado», acertaba a decir abrumado el más veterano (47 años), Manuel Blanco, sargento del cuerpo de bomberos de la Diputación, que atendía a los medios mientras su hijo Manuel, en sus brazos, se dedicaba travieso a pellizcar los micrófonos. «No me deja y yo tampoco quiero soltarlo», decía entusiasmado Manuel, que no tenía dudas sobre sus prioridades inmediatas: «Estar con la familia, apetece tener un poco de tranquilidad para digerir lo que ha pasado».

El más joven de los tres (30 años), Quique Rodríguez, bombero del Ayuntamiento de Sevilla, afirmaba que «todo ha sido un error, eso es lo que creemos. Ellos quieren que trabajemos como ellos quieren», apuntaba sobre las posibles razones de la detención antes de señalar: «Ha sido un infierno, pero ya pasó». Preguntado por si volvería allí a realizar labores humanitarias, no lo dudó ni un segundo: «Claro, por supuesto».

Julio Latorre, 32 años y también miembro del cuerpo municipal de bomberos, era manteado nada más atravesar la puerta y apenas podía articular palabra para explicar que estaban «bastante cansados» y que no se explicaban «los motivos por los que nos han tenido detenidos».

El trío de «héroes» –así rezaba un cartel que un amigo colocó sobre la puerta de salida– apareció ante la marabunta justo a las 22.45 horas, momento en el que se desató la locura en el vestíbulo de llegadas del aeropuerto, que se llenó de pétalos rojos.

Apenas 25 minutos antes, con un ligerísimo adelanto respecto a lo previsto, tocaba tierra el avión que traía a los bomberos desde Barcelona. Unos whatsapps cruzados entre un grupo de bomberos alertaban a Quique de lo que les esperaba. Y es que la euforia se había instalado en San Pablo desde las diez de la noche, cuando comenzaron a llegar familiares y compañeros de los protagonistas. Como Carmen González, madre de Quique, que reconocía haberlo pasado «fatal, fatal. Han sido unos días muy duros», señalaba antes de apuntar que, con todo, «peor lo han pasado ellos pensando en cómo lo estábamos pasando nosotros sin tener noticias».

Mientras, su novia Gabriela («desde hace tres años, vivimos juntos», dice) afirmaba haber sentido «angustia sobre todo, y sufrimiento porque no sabíamos cómo iba a acabar todo», además de que estos sentimientos iban a más «conforme conocíamos detalles, como que estaban en un calabozo de dos por dos metros o cuando nos dijeron que los habían trasladado a una prisión con presos comunes».

Gritos y cánticos de apoyo a los bomberos, como «culpables las bombas, no los bomberos» o «que viene, que viene...» llenaban la sala y servían para amenizar la espera.

La familia de Julio Latorre también hacía acto de presencia. Su hermano Curro afirmaba haber sentido «sobre todo mucha incertidumbre, ya que no podíamos hablar con ellos ni tener contacto», aunque ahora sentía «liberación». Su madre Asunción lo ha vivido «con mucha preocupación», que no se le pasó «hasta el viernes por la tarde, cuando él pudo hablar con Miriam, su novia». «Tiene espíritu muy aventurero», decía resignada. Aventura inolvidable.