Al cumplirse los 40 años de las primeras elecciones democráticas tras casi medio siglo de dictadura han sido muchos los medios que han hecho resumen de este período, sin duda el más importante y alentador de la España del último siglo. Allí están, aparentemente, todos los hechos importantes que favorecieron o trataron de impedir la evolución de los acontecimientos, Están todo menos uno: el proceso que llevó hasta la celebración del referéndum (y mira que están ahora de moda los referéndums) en el que Andalucía decidió autogobernarse con un Estatuto de Autonomía de rango similar a los de Cataluña, el País Vasco y Galicia.
A decir verdad, Andalucía había contado poco en la Historia española desde el siglo XVIII; había sido una especie de «reserva» de la que salían políticos, obreros y poetas y entraba cuantos experimentos interesaban al «interés de la nación», desde los latifundios a las concesiones mineras a potencias europeas o, ya en época franquista, la reforestación masiva de eucaliptos para la industria papelera o la introducción del cangrejo rojo en las marismas.
La idea del autogobierno, concebida por Blas Infante, no logró calar del todo en los años republicanos pero fue recuperada en la clandestinidad por la antifranquista Junta Democrática de Andalucía y comenzó a madurar apenas celebradas las primeras elecciones del 15 de junio de 1977, en las que todas las fuerzas democráticas que compitieron en ellas llevaron esa reivindicación en sus programas. En ese verano se dio un paso importante en lo que respecta a la divulgación de los objetivos autonómicos: la izada de la bandera andaluza en el balcón de muchos ayuntamientos, promovida, principalmente, por el PSA y el PTA. Hubo un pensamiento, reflejado en miles de azulejos, que caló: «Si el andaluz rico piensa en Madrid y el andaluz pobre en Barcelona ¿quien piensa, entonces, en Andalucía?».
Con ese bagaje se llegó a la convocatoria de las manifestaciones del 4 de diciembre de ese año en las que, sorpresivamente para el resto de España, participaron centenares de miles de ciudadanos (bastantes más, si se suman los de las ocho cabeceras de provincia, que los que acudieron en Barcelona a la de del soberanismo catalán en la Diada). Ese mismo día de 1978 todas las fuerzas políticas de Andalucía se comprometían a abrir el proceso aunque sin concretar si el autogobierno andaluz estaría al nivel de las llamadas «nacionalidades históricas» o de los territorios que la Constitución designaba como «regiones».
Tal vez lo razonable hubiera sido dejar las cosas así pero Andalucía ya estaba, en aquellos momentos, lanzada. Había surgido con fuerza el movimiento rural que, tras medio siglo, volvía a reclamar la Reforma Agraria, brotaba en todos los campos de la intelectualidad el afán de acotar cuanto había de andaluz en la Cultura Española y, tanto en el interior de Andalucía como en aquellos lugares del exterior donde se habían asentado millones de emigrantes, florecía el amor por la propia tierra y sus rasgos de identidad. Por eso tiró hacia adelante con el arrojo de quienes saben que no tienen nada que perder y en un momento donde las libertades aun no estaban ganadas del todo.
Por eso la cuestión de la autonomía de Andalucía, en aquellos momentos, se convirtió en la batalla a ganar por todos aquellos que soñaban con una España distinta y, para cuantos pensaban que las cosas había que dejarlas lo más parecidas posible a las que existían antes de la muerte de Franco, en la que había que impedir que otros ganasen.
Fue ese proceso, convertido en una especie de levantamiento civil y pacífico lo que fracturó en dos UCD, el partido del gobierno del Presidente Suárez acabando con la carrera política de éste y con la mayoría de aquel. La victoria de Andalucía el 28 de Febrero de 1981 abrió las puertas al autogobierno de todas las regiones españolas y, además, las de los gobiernos socialistas de Felipe González que, a lo largo de más de una década, pondrían España en el mundo.
Los episodios de la batalla andaluza fueron cruciales y duraron más de cuatro años pero ni han aparecido en esos resúmenes de días atrás ni aparecen en la Historia de la España reciente y casi tampoco –debidamente explicados– en la que estudian nuestros escolares.
Aquel impulso colectivo gigantesco para crear un territorio común y colocarlo al mismo nivel de los más avanzados se fue diluyendo como un azucarillo en el café. Poco a poco fue siendo sustituido por el viejo provincianismo, vestido con otros trajes, como si las provincias no fueran otra cosa que unidades administrativas confeccionadas en los despachos ministeriales de la primera mitad del siglo XIX. De ello no se puede echar la culpa a otros.
Y, tal vez por eso, la pasividad y la molicie que achacaban a los andaluces los ensayos de los viajeros del XIX e, incluso, los de Ortega y Gasset ha vuelto a ser el estereotipo que ahora mismo prima en el resto de España; también –como siempre– en el pensamiento de la derecha y ahora, al parecer, en el de una izquierda perdida en vericuetos tacticistas y dispuesta a sacrificar lo que sea para obtener triunfos en particulares ejercicios de maniobras.
El mayor de los territorios españoles y el que cuenta con una población más numerosa está ausente de las columnas donde unos y otros echan sus cuentas. De ello somos culpables, ante todo, los andaluces pero también aquellos cuya miopía les impide ver que, sin Andalucía, las cuentas no podrán cuadrar jamás.