La ciudad que huía hacia adelante

‘Sevilla Barroca y el Siglo XVII’, de Manuel Castillo Martos y Joaquín Rodríguez Mateos, bucea en la época de derrumbe económico y social en una urbe orgullosa, miserable, culta y hasta divertida, con no pocas similitudes con la Sevilla actual

26 jul 2017 / 06:02 h - Actualizado: 26 jul 2017 / 17:45 h.
  • Hispalis Vulgo Sevillae urbis, un grabado que muestra la ciudad en 1619 desde la margen derecha del río. / El Correo
    Hispalis Vulgo Sevillae urbis, un grabado que muestra la ciudad en 1619 desde la margen derecha del río. / El Correo
  • La ciudad que huía hacia adelante

¿Otro libro sobre la Sevilla barroca? Pues sí, por muchos motivos. Por ejemplo, el que aporta en el prólogo Ismael Yebra Sotillo: «Si (Sevilla) sigue siendo considerada en la actualidad una ciudad de contrastes, ninguna forma mejor de observara su auténtica faz que acercándose a la historia hispalense del siglo XVII».

A ello se han puesto Manuel Castillo Martos, Catedrático Emérito de Historia de la Ciencia y docente en la Universidad de Sevilla, y Joaquín Rodríguez Mateos, licenciado en Geografía e Historia y doctor en Antropología Social. La editorial de la Universidad de Sevilla es la responsable de la edición de su concienzudo y voluminoso Sevilla Barroca y el Siglo XVII.

Con la monarquía de los Austrias haciendo aguas, Madrid es la capital del país, pero sigue siendo Sevilla la capital del Imperio Español. «El pulso al imperio hay que tomárselo en Sevilla», se lee en el prólogo.

Por lo demás, es conocida la imagen de una ciudad que se desmorona pero, casi podría decirse, disimula. Domínguez y Ortiz lo advirtió en su clásico Orto y ocaso de Sevilla: «Las épocas de plenitud son transitorias». Otra cosa es que sea fácil de asumir. «Pocas son las ciudades o naciones capaces de volver a levantarse y seguir por un camino diferente, sin dejarse llevar por la nostalgia y la recreación de un tiempo pasado y un esplendor desaparecido generalmente para siempre», apunta Yebra Sotillo.

Una apuesta ambiciosa

La propia organización del libro indica su afán de exhaustividad. La primera parte, que lleva la firma de Manuel Castillo Martos, se ocupa de la vida social, cultural y científica. La segunda, escrita por Joaquín Rodríguez Mateos, se centra en un aspecto clave de la sociedad de la época: la religión y la religiosidad.

Para dibujar el marco histórico, Castillo Martos emplea una imagen significativa: si el siglo XVI fue el del oro, el oro que fluía desde América y pasaba necesariamente por la Casa de la Contratación sevillana, el XVII fue el del oropel. «El siglo XVII, que tanto quiso sorprender, nos aburre con frecuencia. Sus maravillas son previsibles, mientras que lo insólito es espontáneo. La Sevilla del Seiscientos es un alambique para la fermentación de las ideas, una ciudad con historia mágica o religiosa en una España de Contrarreforma que se repliega en sí misma», plantea Castillo Martos, que inquieta al destacar como «los dos grandes fenómenos colectivos del siglo XVII español, y sevillano en particular» «la intolerancia que ha guiado a la Inquisición, y el miedo que ha guiado a los que podían ser acusados por aquella».

De manera que esta Sevilla que ve cómo el monopolio del comercio de Indias se escapa rumbo a Cádiz, con 1711 como fecha que certifica el cambio de papel de la ciudad con la marcha de la Casa de la Contratación a la costa, se mantiene erguida, bulliciosa, atractiva y en la vanguardia de la literatura y el arte, pero con tremendos focos de miseria y marginación.

Contrastes, pero contrastes extremos. Porque al mismo tiempo que se crean instituciones como la Casa Cuna o la Casa de las Arrepentidas –vano intento de atajar el incremento de la prostitución y, de rebote, de los casos de sífilis–, aparecen nuevas y magníficas construcciones, como la Fábrica de Tabacos, la Residencia de Venerables Sacerdotes, San Telmo y el Oratorio San Felipe Neri.

Las desigualdades acabaron por provocar revueltas sociales. Es famosa la Revolución del Pendón Verde, que tuvo lugar en 1625, o la que se produjo en el barrio de la Feria en 1652.

Y la ciudad, pese a todo, se divertía. «En el momento de salir de imprenta la primera parte de El Quijote, 1605, la vida festiva de Sevilla había alcanzado un sólido renombre que se expandía más allá de su confín amurallado», apunta Castillo Martos, y habla, hay que recordarlo, del siglo XVII.

Las plazas de San Francisco y El Salvador, donde había espectáculos taurinos, rivalizaban en público con las ejecuciones públicas que decretaba la Inquisición. «El calendario del mundo del trabajo proporcionaba muchos días feriados, a lo que se unía un paro estructural abocado al ocio», vuelve a inquietar Castillo Martos. Hay que resistirse para no establecer comparaciones con la Sevilla de hoy. Cosa, por otra parte, lógica, porque, ratifica el prólogo, «gran parte de la Sevilla que conocemos en la actualidad está fundamentada en la implantación de esta ciudad americana sobre un diseño almohade». Y en esas andamos.

La ciencia, quién lo diría, vivía un momento de «esplendor» en el siglo XVI. Esa es la cara. La cruz, que «no hay una explicación plausible de porqué en la Sevilla del XVII no prosperaron las ideas provenientes de la revolución científica que se alzaron en otros países europeos». Las explicaciones de los estudiosos suelen mirar a la religión y al cambio de miras que supuso la llegada de Felipe II al trono para suceder al europeísta Carlos V.

Religión y religiosidad

La Contrarreforma católica y la orientación del Concilio de Trento marcan la religiosidad de la Sevilla del XVII. «En su pretensión de potenciar la presencia religiosa en la vida cotidiana, el Concilio reactivó y renovó las formas tradicionales de la religiosidad, poniendo su acento en la praxis devota, en las obras de piedad y en el fomento de las instituciones religiosa. Esta nueva espiritualidad encontró en Sevilla un notable caldo de cultivo, dada la fuerte impronta espiritual y eclesiástica de la ciudad, asentándose en ella sobre unos firmes precedentes y una importante tradición religiosa». Así habla Joaquín Rodríguez Mateos de la religión de la contrarreforma, «una religiosidad dirigida y emocional» imprescindible para conocer la época. Y escribe otro párrafo que resulta difícil no transcribir. «La religión –como doctrina y como ideología– conformaban un andamiaje sobre el que descansaba prácticamente toda la vida social y en el que encontraba sentido la personalidad cultural de la ciudad. Por ello lo religioso se convirtió en el principio estructurante de la cultura del Barroco sevillano: toda la organización social se encontraba estrechamente vinculada a lo sagrado, de manera que la religión llenaba el calendario del pulso de la ciudad y el propio ciclo vital de su población».

Se ritualizan entonces la muerte y se potencia el culto a las Ánimas del purgatorio, a los santos, imágenes y reliquias. De vuelta al prólogo, Yebra Sotillo destaca que «el dogma de la Inmaculada Concepción, que tantas controversias causaba en el seno de la iglesia católica, experimenta un gran auge en el seno de la Sevilla Barroca».

Retrasar la agonía

Sevilla, en una encrucijada que ha marcado su historia, optó entonces por huir hacia adelante. Era tarde.

Se escapaba la «Roma triunfante en ánimo y nobleza» que glosó Cervantes, pero por el camino dejaba la notable convivencia del esplendor del arte y la decadencia de la que fue gran metrópoli de Occidente.

Una buena manera de conocer aquellos años clave es este Sevilla Barroca y el Siglo XVII, minucioso, documentado y en ocasiones sorprendente. No es una lectura liviana, cierto, pero no podía serlo: tantas cosas ocurrían en las calles sevillanas.