De la misma manera que, al principio del Medievo, media España tuvo un estilo románico propio llamado mozárabe, al final de ese período la otra media, más que por el gótico, pasó por el mudéjar. Un arte mixto cuyo nombre se le ocurrió a José Amador de los Ríos para distinguir la arquitectura que combinaba en la España del sur elementos góticos y autóctonos dando pie a una arquitectura de personalidad singular que cubrió una extensa época (hasta el Renacimiento) para llegar y triunfar en América (sobre todo en México) y también en el Norte de África con la emigración de los contingentes granadinos que, en 1491, fundarían Tetuán y otros que, tras la toma de Granada, se repartirían también por lugares de Túnez y Argelia.
De los Ríos puso su nacimiento en Toledo pero si el mudéjar arquitectónico tiene un lugar en el que alcanzó la mayoría de edad, ese fue Sevilla por la sencilla razón que con su incorporación a la corona de Castilla, sus monarcas tuvieron por primera vez bajo su cetro una gran ciudad.
En esa urbe la práctica totalidad de los templos parroquiales de sus collaciones (menos la de la catedral, consagrada en la misma mezquita aljama, y la de El Salvador, con su centro en la antiguo oratorio califal, el de Abenadabás) eran o acabarían siendo mudéjares. San Isidoro, Santa María la Blanca, la Magdalena y San Miguel (derruidas en el siglo XIX), San Andrés, San Pedro, Santa Catalina, Santiago, San Esteban, San Vicente, San Lorenzo, San Martín, San Juan de la Palma, Omniun Sanctorum, San Marcos, Santa Marina, San Julián, San Gil y Santa Lucía son templos cuya construcción se rige por las reglas del mudejarismo.
Pero, además de esos edificios parroquiales, el mudéjar fue brotando también en los conventos, los palacios, los hospitales (de ellos nos queda el de San Lázaro), los humilladeros... No puede ser casualidad que obras mudéjares tan señeras como la parroquieta de la Seo de Zaragoza, el convento salmantino de las Dueñas y el inigualable claustro del monasterio de Guadalupe tengan por autores a tres sevillanos: Garci Sánchez, Juan Sánchez de Sevilla y Fray Juan de Sevilla.
La construcción del palacio real de Pedro I de Castilla, el palacio que todos conocemos en Sevilla como el Alcázar no fue sino la confirmación de que el estilo arquitectónico mestizo era el dominante en el siglo XIV y parte del XV no sólo en las grandes normas constructivas sino también en campos tan específicos como el de la azulejería, la carpintería «de lo blanco», la herrería... Podríamos decir que, más que el mudéjar como un canon determinado, lo que se abría paso en los más diversos campos de la sociedad era «lo» mudéjar.
José Gestoso en su Historia de los barros vidriados sevillanos y Santiago Montoro en su Sevilla en el Imperio se lamentaban de lo poco que se sabía sobre los gremios sevillanos pero es que, en su época, ese estudio lo impedía el prejuicio de intentar partir –como también sucedía en otros campos– de un origen castellano de los mismos y no de las instituciones que la ciudad tenía con anterioridad a la llegada de Fernando III ya que éste y su hijo Alfonso, independientemente de su voluntad, no habían tenido otro remedio que dejar funcionando lo existente para que, a su vez, la ciudad y su comercio funcionasen.
Aunque por mor de las leyes de limpieza de sangre (impuestas mucho después) se extendiera el mito de que toda la población andalusí había abandonado la ciudad antes de la entrada de los castellanos, la presencia de nombres y apellidos arábigos en todos los elencos de profesionales y en los contratos de los más diversos oficios hablan a las claras de que, como por otra parte era lo lógico y como siempre ha sucedido, los vencedores distinguieron entre los integrantes de la administración y el ejército almohade y, por otro lado, la población a la que necesitaban al día siguiente para hacer realidad los propósitos de su conquista: convertir el puerto de Sevilla en un centro comercial de primer orden.
Eso no podía hacerse sin dejar que las colonias de extranjeros que ya se habían asentado en sus calles continuaran comerciando e, incluso, favoreciendo el asentamiento de otras varias , como así sucedió, en realidad, y, además, permitir que lo hiciera la extensa comunidad judía que había acompañado a los castellanos a lo largo de su movimiento expansivo.
Fue desde ese momento cuando Sevilla comenzó a tener la personalidad diferenciada que, luego, la haría distinguible no sólo en su arquitectura y sus artesanías sino también en saberes más altos. Podríamos decir también que se produce otra fusión muy importante para lo que sería la cultura posterior no sólo sevillana o andaluza sino española: la fusión literaria y, sobre todo, poética, sobre la que se asentarían las producciones del Siglo de Oro.
Evidentemente se impone una nueva lengua pero se adaptan a ella muchas de las formas estróficas de la lírica que tantas obras importantes había dado en árabe o en dialecto andaluz. La mayoría de las Cantigas del rey Alfonso tienen forma de moaxaja pero será, principalmente, en el céjel sobre lo que pivoten el villancico, las letrillas y seguidillas, las coplas de pie quebrado... Todo ello fue posible porque, como se demostró con la aparición de las jarchas, la poesía andaluza –al contrario que la árabe– provenía de la latina.
El mudéjar y lo mudéjar, que en muchas ocasiones aparecen como algo secundario, son, sin embargo, cuestiones principales a la hora de comprender por qué lo andaluz se diferenció netamente de lo que en España se producía. Y en el centro de esa importancia estuvo Sevilla.