Ahora que quienes están esforzándose por conseguir que Itálica sea declarada patrimonio de la Humanidad han empezado a recorrer la segunda etapa de esa particular vuelta al mundo romano, es un buen momento para recordar que las cosas también tienen memoria para prestarla a aquellos con ojos para ver el relato del pasado que pueden transmitir. Me lo sugirió, precisamente, el paseo que di hasta la Casa de la Memoria, en Cuna, para ver una preciosa exposición de castañuelas que está a disposición del público.
Al lado de esta casa –porque antes albergó sus caballerizas– está la casa-palacio de Regla Manjón, Condesa de Lebrija, con el porte señorial que le prestan los mármoles llegados hasta esa calle cuyo nombre infamante se repite en todas las ciudades por ser el de la institución que, en otros tiempos, se encargaba de recoger –vivos o muertos– a los numerosos niños abandonados justo al nacer.
Regla Manjón (cuya vida, hechos y obras siguen esperando, al menos, una tesis doctoral que la estudie, la enjuicie y nos la descubra) se dedicó, al mismo tiempo que Jorge Bonsor o Milton Archer Huntington, a recoger antigüedades. Aunque no sólo fue tras las romanas, a su vivienda se llevó una buena parte de la ciudad que comenzara a excavarse por orden de Carlos III (creo que Santiponce, con la falta habitual de memoria que nos distingue, no le tiene dedicada una calle o una plaza).
Eran aquellos años en los que cualquiera podía arrendar parcelas en las inmediaciones del pueblo y, en vez de sembrar trigo o cebada, arar el suelo para recoger capiteles, fustes de columnas, estatuas, pavimentos y mosaicos. Después de todo los frailes del monasterio de San Isidoro habían estado haciendo durante siglos algo parecido, sólo que con el propósito de convertir los restos arqueológicos en cal.
Mientras Huntington se llevaba a la Spanish Society de Nueva York lo que encontró por allí, la condesa puso como destino de las piezas esa su casa y por eso podemos, apenas traspasamos su umbral, estar en un zaguán por donde es posible que anduviera Adriano y pisar el mismo opus tessellatum que él.
Como he dicho, no metió allí únicamente el esplendor de la colonia romana; también parte del patrimonio que, bastantes siglos después, dilapidaron nobles jaraneros convertidos en señoritos: por ejemplo la escalera del Palacio Ducal de Marchena que presidía la Plaza de Arriba donde tiene lugar cada año la ceremonia de «El Mandato» en la madrugada del Viernes Santo y que hoy no existe: su portada es la que hoy da acceso a los jardines de los Reales Alcázares. Igualmente compró un magnífico lienzo de azulejos del refectorio del convento del Carmen, que luego sería cuartel, Caja de Reclutas y ahora ejerce de Conservatorio Superior de Música. En la plaza de Doña Elvira está la fuente de su claustro.
La Memoria de las Cosas no tiene tantos circuitos como los de un cerebro, pero casi y, en Sevilla, serpentea por los recovecos más insospechados de su trama urbana.
Más o menos por los tiempos en los que veía la luz Regla Manjón se instalaban en Sevilla los Pickman tras haber comprado a precio de ganga la vieja Cartuja de Santa María de las Cuevas. A éstos no les interesó el coleccionismo en el que se afanaban Jorge Bonsor, el hispanista neoyorkino o nuestra condesa sino resucitar la industria cerámica de la Sevilla Imperial con los parámetros que, a mediados del XIX, imponía en el mundo el Imperio Británico: los que llevaban no sólo a los palacios sino, sobre todo, a los domicilios burgueses, las tazas y los platos de las dinastías de la China milenaria.
No soy, no ya especialista sino ni siquiera aficionado al estudio de las sagas británicas que cayeron sobre las tierras de la España sureña convencidas de habernos librado de Napoleón pero, a simple vista, puede afirmarse que se comportaban de manera muy distinta a la emperatriz Victoria y a su marido Alberto en lo tocante a recoger todo aquello que encontraban en los territorios colonizados.
Los Pickman, se afanaron en convertir el antiguo cenobio en una fábrica moderna (quien tenga ojos para ver puede descubrir allí los primeros vestuarios y evacuatorios femeninos industriales que tuvo Sevilla en su Historia) pero se preocuparon poco de los restos artísticos que les habían tocado en suerte. De este modo, a parte de cargarse gran parte de las obras de arte que los cartujos habían ido acumulando, no fueron, precisamente avaros, en regalar muchos de los elementos que habían compuesto el conjunto monacal.
De esta manera parte de las columnas de la Casa del Prior y la balaustrada de la primera planta fueron a parar al cortijo de Los Muñoces, derribado para construir el Puente del Alamillo, parte de la magnífica reja del cancel de la iglesia (obra de Pedro Roldán como el cancel de la Capilla del Rosario que hoy abre el ruedo de la plaza de la Maestranza) es lo que hoy forma el balcón principal de la tienda de telas de Julián López, en la calle O’Donnell, y parte de las columnas del claustro de Procuración están adosadas al muro en el pasaje que une Cuna con Sierpes a la altura de donde estaba Casa Damas.
Hemos vuelto, por tanto, al principio y tendremos que convenir en que ya de por sí el patrimonio de las calles de Sevilla es bastante universal y tiene algo en común con los circuitos de la memoria; al menos las mismas desviaciones y asociaciones de ideas.
Dejaremos para otro día rutas distintas por otros itinerarios mentales y urbanos.