La Sevilla invisible

Esta ciudad fue el corazón y los pulmones de la colonización americana, una etapa fundamental para el mundo en el que vivimos

22 abr 2017 / 19:07 h - Actualizado: 22 abr 2017 / 21:09 h.
"La memoria del olvido"
  • En la Avenida de la Constitución estuvieron presentes los genoveses. / Pepo Herrera
    En la Avenida de la Constitución estuvieron presentes los genoveses. / Pepo Herrera

{Los 25 años de la Expo han tapado, de alguna manera, los 525 del descubrimiento de América por el viejo mundo mediterráneo que, habiendo acumulado saberes astronómicos, geográficos y marinos desde los tiempos de Babilonia, estaba equivocado en las dimensiones con las que Ptolomeo había representado la Tierra y no concebía, por tanto, que entre Europa, Asia y África cupiera otro continente de la magnitud del americano, desgajado en tiempos remotos de aquella masa y habitado por seres humanos que, sin duda, provenían de ella pero de los cuales se había perdido la memoria de la misma manera que éstos también olvidaron sus orígenes.

Siguiendo la idea de Fernández Armesto habría que recalcar que, hasta 1492, en el devenir geofísico del planeta, los continentes habían ido separándose y, a partir de ese año, comenzaron de nuevo a juntarse gracias a la acción humana y en todo ello Sevilla tuvo un papel que, difícilmente, se repetirá en la Historia de la Humanidad porque esta ciudad fue el corazón y los pulmones de la colonización americana, una etapa fundamental para el mundo en el que vivimos pero que esta ciudad ha soslayado y de lo que, como aquellos pobladores primitivos, ha perdido la memoria.

Vive en la desmemoria la Casa de Contratación, punto nuclear del monopolio con el Nuevo Continente, el lugar del que partían todas las expediciones y todos los negocios, todas las obras que –como la Giraldilla del Morro de La Habana– pasarían a ser símbolos de otras ciudades y donde se consignaba cuanto llegaba y se convertía en signo de identidad local, la seda de los mantones de Manila o la plata de miles de objetos, por ejemplo.

Rodando por los arroyos de la vida la Casa de Contratación llegó a ser (sin necesidad de franceses invasores) cuartel de la Policía Nacional y su magnífico patio de crucero de la época almohade colmatado de escombros y olvidado también hasta que un día, casualmente, la base de la grúa de una obra se hundió en el relleno y volvió a la luz. Ahora, amputada su unión con los salones del Almirante del Alcázar, es tan sólo parte invisible de una sede administrativa.

Lo mismo le sucedió al Almirantazgo (tan sólo recordado por el azulejo en el interior del bloque de pisos frente a los buzones de Correos, o a la Aduana cuya única memoria está en la inscripción cervantina con motivo del IV centenario del autor del Quijote; la Casa de la Moneda sobrevive penosamente lo mismo que la de Hernando Colón. La Escuela de Pilotos y Cartógrafos sigue sin ser rememorada por algún signo visible por lo cual quien le dio el nombre a América, Américo Vespucio que trabajaba en ella, parece que fue un florentino que, desde Florencia y sin que se sepa por qué (seguramente por inspiración divina) dibujó sus contornos. La ermita de la Virgen de los Remedios, a la que acudieron los marinos que iban a dar la I Vuelta al mundo, no es hoy más que la trasera de las instalaciones náuticas del Labradores. Del Arte de la Seda que llenaba su alcaicería queda tan sólo el nombre de una calle perdida por Santa Clara.

Los genoveses tuvieron la calle más importante de la ciudad, parte de la actual Avenida de la Constitución, y su Consulado donde hoy se encuentra el Banco de España, una antigua mezquita cedida por Alfonso X para instalar en ella su fondaco, como el de los Turcos, en la Venecia actual (en la urbe de la Serenísima sigue existiendo la Lista d’Spagna; en Nápoles, Il quartiere degli Spagnoli (junto a su arteria principal, Via Toledo) o, en Milán, la «muralla española», ya que Milán perteneció a la monarquía hispánica hasta la Guerra de los 30 Años, a mediados del XVII, es la que separa la ciudad antigua de la posterior.

Era una más de las que formaban el conjunto en el que vivían los alemanes, francos o franceses, placentinos (de la italiana Piacenza), catalanes (Albareda y Carlos Cañal), vizcaínos (Fernández y González), castellanos, los de Bayona... Hoy esos nombres o han desaparecido en favor de alguna figura local, con frecuencia absolutamente desconocida o «puesta en su sitio» en la cola de los segundones, o no visibilizan la relación que tuvieron con aquella Sevilla caput mundi, cabeza del mundo del Quinientos, agrupadas alrededor de un ayuntamiento con muros de cánones platerescos donde, lo mismo que los reyes o el emperador grababan sus coronas y logotipos, ellos repetían el de la ciudad con espíritu humanista antecesor del de la democracia: SPQR, el Senado y el Pueblo Hispalense.

Saliendo con bastantes bríos de una decadencia de tres siglos, Sevilla pudo escoger entre varias opciones en lo tocante a recuperar su pasado pero, en lugar de inclinarse por el Renacimiento, optó por el Barroco y, además, por el Barroco en su última fase, el de la mística insustancial que inundó sus calles tras la Gran Peste de mediados del XVII.

Cortadas las amarras con su pasado más floreciente, a partir de ahí, roló sobre las olas del tiempo con el rumbo perdido hasta atracar en un ignoto puerto cerrado a todas las corrientes, abierto sólo a la unidensionalidad, ese agujero negro al que van a parar las ciudades que olvidaron su nombre escrito en letras mayúsculas.

Ahí sigue varada, perdida en el mar proceloso de las efemérides coyunturales, empecinada en seguir creyendo que la Tierra tiene las dimensiones de Ptolomeo, ignorante del papel de caput orbis que desempeñó durante siglos. Las gentes de todo el mundo que deambulan por las gradas de la catedral no saben que pisan la Wall Street del dieciséis; los indígeneas que los miran, tampoco. ~